Martin Auer
La guerra extraña
Historias para educar en la paz

El Soñador

Traducido por Gema González Navas

Érase una vez un hombre que era un soñador. Él creía, por ejemplo, que debería haber una manera de ver las cosas desde una distancia de diez mil kilómetros. Él imaginaba que debería haber una forma de comer sopa con un tenedor. Él pensaba que debería haber una manera para que la gente tuviese sus propias ideas, y estaba seguro que debería haber una fórmula para que la gente viviese sin miedo.

La gente le dijo: "¡Ninguna de esas cosas se puede hacer; usted es un soñador!". Ellos añadieron, "¡Tiene que abrir sus ojos y aceptar la realidad!". Ellos volvieron a decir: "¡Hay leyes naturales y usted no puede simplemente cambiarlas!"

Pero el hombre dijo, "Yo no sé .... Tiene que haber una manera de respirar bajo el agua. Y una forma de dar a todo el mundo algo de comer. Tiene que haber una forma para que todos aprendan lo que quieren. Tiene que haber una manera para que podamos mirar dentro de nuestra barriga"

Y la gente le dijo, "Tranquilícese señor; esas cosas nunca sucederán. Usted no puede simplemente decir que quiere algo y después esperar que eso suceda. ¡El mundo es como es, y eso es lo que hay! "

Cuando se inventaron la televisión y los rayos X, los seres humanos pudieron ver desde diez mil kilómetros de distancia y también dentro de su propia barriga. Pero ninguno le dijo, "Vale, no estabas tan equivocado después de todo". Tampoco dijeron nada cuando alguien inventó trajes submarinos para bucear que permitían a la gente respirar sin problema bajo el agua.

Pero el hombre se dijo a sí mismo que eso era exactamente lo que pensaba. Y que quizá algún día también sería posible vivir sin guerras.

El Niño Azul

Traducido por Gema González Navas

Lejos, más allá de las estrellas, todo es diferente de aquí. E incluso mucho más allá de allí, todo es todavía más diferente de allí.

Pero si uno vuela muy lejos, mucho más lejos en la distancia, al lugar donde todo es completamente diferente de cualquier otro lugar, quizás allí será todo casi exactamente como aquí.

Quizás, en esa región tan lejana, hay un planeta tan grande como la Tierra, y quizás hay gente que vive en ese planeta, gente que se nos parecen muchísimo, salvo que ellos son azules y pueden plegar sus orejas cuando no quieren escuchar algo.

Y quizás, en ese lejano planeta, estalló una guerra en la que  murieron muchas personas azules y quedaron muchos huérfanos. En las ruinas de una casa destrozada por las bombas, había un niñito azul sentado que lloraba porque había perdido a su padre y a su madre. Estuvo sentado allí durante mucho tiempo, llorando sin parar, pero después paró porque había llorado todas las lágrimas que tenía. Se subió el cuello de la camisa, metió las manos en los bolsillos y se fue. Daba patadas a cuantas piedras veía y pisoteaba cuantas flores veía.

Un perrito se acercó a él, lo miró y empezó a mover la cola. Después dio media vuelta y comenzó a caminar al lado del niño, como si hubiera decidido acompañarlo.

"¡Vete, vete!", dijo el niño al perro. "Te tienes que ir. Si te quedas conmigo, tendré que amarte y yo no quiero amar a nadie más en mi vida"

El perro le volvió a mirar y meneó su cola alegremente. Entonces el niño encontró un fusil tirado al lado del cuerpo de un soldado muerto. Lo cogió y se lo enseñó al perro. "¡Este fusil puede matarte!", dijo con rabia. Así que el perro escapó.

"¡Te voy a llevar conmigo!", dijo el niño al fusil. "Serás mi buen amigo". Y con el fusil disparó un tiro a un árbol seco.

Después se encontró en medio de un campo una moto voladora que había sido abandonada. Se subió a ella e intentó ponerla en marcha: la moto voladora funcionaba.

"Ahora", dijo, "tengo un fusil y una moto voladora. Serán mi familia. Podía haber tenido también un perro, pero si lo hubieran matado, yo me hubiera muerto a llorar".

Voló un rato en su moto hasta que vio una casa de la que salía humo.

"Ahí todavía vive alguien". Rodeó la casa desde el aire y miró a través de las ventanas. Solamente había una señora mayor que estaba haciendo la comida.

El niño aterrizó enfrente de la casa, cogió su fusil y entró. "¡Tengo un fusil!", dijo a la señora mayor. "Tendrás que darme algo de comer".

"Claro, te lo hubiera dado de todas maneras", dijo la viejecita. "Puedes entrar sin problema y guardar tu fusil".

"¡No quiero que seas amable conmigo!", dijo el niño enfadado. "¡Este fusil puede matarte"

Entonces, la señora mayor le dio algo para que comiese y él se marchó.

Así vivía el niño ahora. Se había preparado un escondrijo en una casa abandonada. Cuando tenía hambre, salía en su moto a buscar gente y les obligaba con su fusil a que le dieran algo de comer.

Otras veces, sobrevolaba los ahora vacíos campos de batalla y recogía los trozos de armas, tanques y camiones que habían quedado allí. Se los llevaba todos a su escondite secreto.

"Voy a construirme un robot blindado gigante", se decía a sí mismo. "Medirá cien metros, pesará cien toneladas y en lo alto de su cabeza, allí, colocaré mi cabina de control. Entonces, tendré verdadero poder y nadie podrá hacer nada contra mí"

Un día llegó una niña a su escondite. El niño salió con su fusil en mano y le dijo: "¡Vete de aquí, que te puedo matar!"

"No te quiero molestar", respondió la niña. " Sólo he venido para ver si los champiñones habían empezado a crecer de nuevo.

"¡Te tienes que ir, te digo! Yo no quiero nadie a mi lado"

"¿Pero es que estás aquí tú solo?", preguntó la niña.

"No", contestó el niño. "Tengo un fusil y una moto voladora: son mi familia. ¡Y un día tendré un robot blindado gigante!".

"Pero, ¿de verdad que no tienes a nadie vivo a tu lado?"

"Podría haber tenido un perro. Pero si alguien me lo hubiera matado me hubiera muerto yo mismo de pena"

"Yo tampoco tengo a nadie a mi lado", dijo ella. ¿Podríamos quedarnos juntos?

"Yo no quiero estar con alguien a quien se le pueda matar con un fusil"

"Pues, entonces, vas a tener que encontrar a alguien a quien un fusil no pueda matar", dijo la niña y se marchó.

Y así, el niño se construyó un robot blindado gigante y se metió dentro. Se sentó a lo alto de la cabeza del robot, donde había construido la cabina de control y empezó a recorrer el país dentro de su robot. La gente de todos los lugares, al verlo llegar, se ponían a gritar y empezaban a correr de un lado para otro, pero no podían escapar de un robot blindado gigante.

El niño tenía un micrófono en su cabina y todo lo que decía salía amplificado de la boca del robot gigante. "¿Hay alguien a quien un fusil no pueda matar por ahí?", preguntaba a gritos el robot. Pero allí donde iba la gente huía de él y jamás encontraba a alguien a quien una pistola no pudiera matar.

Un día vio desde lo alto de su cabina a alguien que no salía corriendo, sino que al contrario permanecía parado gritándole algo. Pero estaba tan alto que no lograba escuchar lo que la persona le decía.

"¿A lo mejor es alguien a quien un fusil no puede matar?", se preguntó el niño mientras bajaba. Era la señora mayor que había cocinado para él hacía ya algún tiempo.

"¿Querías decirme algo?", preguntó el niño.

"Sí,", dijo la ancianita. "He oído hablar de alguien a quien un fusil no puede matar y pensé que debía contártelo."

"¿Y quién es él?", preguntó el niño.

"Es un hombre mayor que vive en la luna"

"Entonces, tengo que ir a buscarlo", dijo el niño, "porque yo no quiero estar con nadie a quien un fusil pueda matar".

Pulsó un botón y de repente su robot blindado gigante se convirtió en un cohete blindado gigante y voló hacia la luna.

Allá a lo alto, en la luna, el niño tuvo que buscar durante un largo rato. Pero finalmente encontró al anciano sentado junto a su telescopio desde el que observaba el planeta azul.

"¿Eres tú el hombre al que un fusil no puede matar?", preguntó el niño al anciano.

"Me parece que sí", respondió el anciano.

"¿Qué estás mirando con tu telescopio?"

"Estoy estudiando a la gente del planeta de ahí abajo".

"¿Puedo quedarme aquí contigo?, preguntó el niño.

"¡Quizás!", dijo el anciano, "pero, ¿qué tengo yo de especial que te quieres quedar conmigo?"

"Es que yo no quiero quedarme con nadie si un fusil le puede matar. Cuando mis padres murieron, prometo que lloré todas las lágrimas que en mí había. Podría haber tenido un perro, pero si alguien me lo hubiera matado, yo me hubiera muerto igualmente de tanto llorar. Me hubiera podido quedar con una señora mayor y también con una niña, pero ellas no estaban equipadas contra las balas de fusiles y si alguien me las hubiera matado, yo hubiera igualmente muerto de llanto.

"Está bien", respondió el anciano. "Puedes quedarte conmigo. Nadie me va a matar porque aquí no hay fusiles"

"¿Es ésa la única razón?", preguntó el niño.

"Sí, solamente eso", dijo el anciano.

"Pero yo he traído mi fusil conmigo"

"¡Qué lástima!", dijo el anciano. "Ya no puedes quedarte conmigo. Me podrías matar con tu fusil".

"Entonces, me tengo que volver a ir", dijo el niño.

"Efectivamente", dijo el anciano.

"¡Qué pena!", sollozó el niño.

"¿Te da pena?", le preguntó el anciano.

"Sí, me hubiera gustado quedarme aquí"

"¿Quizás podrías deshacerte de tu fusil?", dijo el hombre mayor.

"Quizás", dijo el niño.

"Y de esa manera podrías quedarte conmigo", dijo el anciano.

"Quizás", volvió a contestar el niño. "¿Y qué haría aquí?

"Podrías mirar por el telescopio y quizás descubrir por qué la gente de ahí abajo está siempre luchando en una guerra."

"¿Y por qué hay guerras?"

"¡Uf! Te prometo que no tengo respuesta a esa pregunta. Me parece que todo tiene que ver con no conocerse demasiado unos a los otros. Son tantos y sus vidas son tan complicadas que, creo yo, que no sospechan cómo sus actos pueden afectar a los demás. Creo que ni siquiera saben de dónde viene la carne que comen o adónde va el pan que hornean. Tampoco creo que saben que el hierro que extraen de la tierra se usa para hacer tanques y cañones. Quizá tampoco saben si la carne que comen ha sido antes robada a otros o no. Si se pudieran ver desde aquí, a lo mejor llegarían a comprender muchas más cosas más fácilmente."

"Pero ..., entonces ..., ¿tendría alguien que enseñárselo?", dijo el niño.

"Quizás", contestó el anciano. "Pero yo soy muy viejo y estoy muy cansado para eso."

En ese momento el niño dejó caer su fusil en el espacio hacia el planeta donde se rompió en mil trozos.

El niño se quedó mucho, muchísimo tiempo con el anciano en la luna mirando por el telescopio y estudiando a la gente de allí abajo. Y a lo mejor un día él bajará al planeta y les explicará qué estaban haciendo mal.

El Planeta de las Zanahorias

Traducido por Gema González Navas

Érase una vez un planeta enano en el que vivían personas que trabajaban mucho y personas que trabajaban poco. Luego había unos pocos que trabajaban muchísimo y otros pocos que eran muy perezosos y trabajaban poquísimo. En pocas palabras era exactamente como en cualquier lugar del universo, excepto que aquí los perezosos y los que trabajaban muchísimos echaban todo lo que cultivaban, fundamentalmente varios tipos de zanahorias, a una pila y luego compartían todo lo de la pila. Esto no era lo que pasaba en los demás lugares.

Pero un día los que trabajaban muchísimo dijeron: "Estamos hartos. Gruñimos y sudamos todo el día para que luego los otros que están todo el día tumbados en el suelo silbando al sol vengan tan campantes y quieran comerse nuestras zanahorias." Y en vez de echar las zanahorias a la pila de la comunidad, se guardaron las zanahorias en sus casas y se inflaron hasta que se pusieron gordos.

Los muy perezosos se encogieron de hombros y continuaron comiendo de la gran pila siempre más de lo que ellos traían.

Los que trabajaban mucho y los que trabajaban poco se dieron cuenta que ahora todos estaban aportando menos que antes porque los que trabajaban muchísimo habían traído siempre muchísimas zanahorias, más de las que podían comer ellos mismos.

Así, los que trabajaban mucho dijeron: "Nosotros también vamos a quedarnos nuestras zanahorias." Y dejaron de echarlas en la pila y, en su lugar, cada uno se hizo su propia pila en casa.

Y los que trabajaban poco dijeron lo mismo. "No nos queda más remedio", dijeron a los que apenas trabajaban.

Y así todos tenían ahora su propia pila de zanahorias al lado de sus casitas de campo y cuando les apetecía comer un tipo de zanahoria especial que no tenían en sus pilas, iban a ver si podían comerciar con alguien.

Muy pronto la gente estaba alborotada, yendo y viniendo. Después de trabajar se dedicaban a comerciar con sus zanahorias hasta que tenían todos los tipos de zanahorias que necesitaban en su casa, o al menos los que creían necesitar.

"¡Vaya un arreglo!, se decían entre sí los que apenas trabajaban, ya que no tenían ninguna pila comunitaria de la que pudieran gorronear. Pero cada uno de ellos aprendía una lección diferente de esta situación. Algunos decían: "Vale, entonces ahora tendré que trabajar más." Pero esto no era tan fácil porque cuando los realmente perezosos encontraban un campo en el que plantar sus zanahorias, casi siempre encontraban a alguien que les decía: "¡Eh! Yo he plantado aquí siempre mis zanahorias. Éste es mi campo".

Pero otros fueron simplemente a las casas de los más ricos y cogieron de sus montones aquello que les apetecía comer. "Siempre hemos cogido de las pilas comunitarias y como ahora hay muchas pilas en vez de una, pues son como si fueran todas pilas comunitarias también. De cualquier manera seguiremos cogiendo lo que queramos de ellos," dijeron.

Por supuesto a la gente rica no les gustó mucho esta actitud y algunos de ellos empezaron a construir vallas alrededor de sus montones de zanahorias. Muy pronto casi todo el mundo tuvo que construir una valla alrededor de sus pilas porque si no había vallas, los realmente perezosos, que querían seguir con las antiguas costumbres, se lanzaban cada vez más a coger lo que querían de las pilas que no tenían vallas alrededor.

Con el tiempo, los que tenían una pila tenían también una valla. Ahora, después de trabajar no sólo tenían que dedicarse a comerciar sino que también a reparar y a mejorar sus vallas y vigilarlas para estar seguro de que nadie se subía a ellas.

Muy pronto algunos de ellos empezaron a quejarse: "Antes solíamos encontrarnos después de trabajar en la gran pila comunitaria y contarnos chistes y jugar a las ranas. Ahora después de trabajar nos quedamos en casa vigilando nuestras zanahorias y arreglando nuestras vallas. Y al día siguiente estamos tan cansados que somos incapaces de plantar bien nuestras zanahorias. Por alguna razón, ahora tenemos mucho más que hacer que antes, pero al mismo tiempo no tenemos muchas más zanahorias."

Y algunas personas sugirieron que se debería volver a cómo se hacía antes, a la gran pila comunitaria. "¡Es mejor alimentar a unos pocos gorrones que destrozarnos constantemente comerciando y vigilando y arreglando las vallas!"

Pero los más ricos dijeron: "¡No, si volvemos al sistema anterior eso significa que gorronear está permitido. Entonces todo el mundo querrá gorronear y ninguno plantará zanahorias nunca más y todos nos moriremos de hambre!"

"Pero eso no va a suceder," dijeron los otros. "La gente se aburre estando todo el día tumbada a la bartola. Creednos, hay muy pocas personas que son totalmente perezosas y que apenas trabajan. ¡Cultivar zanahorias es realmente divertido!"

"No", dijeron los más ricos, "cultivar zanahorias no es tan divertido. Sólo tener zanahorias es divertido. Vosotros podéis continuar con vuestra idea y compartir las zanahorias con los perezosos, si así es vuestra voluntad. ¡Nosotros, sin embargo, no tenemos intención alguna de derribar nuestras vallas!"

"Oye," dijeron los que eran casi ricos, "si los realmente ricos no van a volver al sistema antiguo, nosotros mejor seguimos con nuestras vallas también. Tampoco es que tengamos tanto para compartir con los perezosos."

Y los casi pobres dijeron, "Bueno, si vamos a ser los únicos que vamos a compartir vamos a tener poquísimo. No podemos volver al sistema antiguo. Nos tememos que también vamos a mantener nuestras vallas."

Y así no se produjo ningún cambio esta vez. Y aunque la mayoría sabía que ahora todos tenían que trabajar mucho más y no por ello tenían más zanahorias, no podían, sin embargo, volver al sistema anterior.

Pero, por otro lado, sucedieron otras cosas interesantes. Algunos de los que no tenían grandes campos de zanahorias fueron a los de los más ricos y dijeron: "Escuchad, vigilaré vuestras pilas de zanahorias si me dais unas cuantas a cambio al día."

Hubo otros que tuvieron una idea diferente y dijeron: "¡Arreglaré las vallas de todo el mundo que me dé zanahorias!"

E incluso hubo otros que fueron de casa en casa diciendo: "Dame un puñado de zanahorias e iré a comerciar con ellas si a cambio yo me puedo quedar con un quinto de las zanahorias."

Y así fue como la cosa siguió una temporada, pero algunos comenzaron a rascarse la cabeza dándose cuenta de lo siguiente: "Debería tener más tiempo libre ahora, pero tengo que plantar más zanahorias para poder pagar al que arregla la valla, al vigilante nocturno y al comerciante de zanahorias."

Y una vez más algunas personas propusieron que deberían volver al sistema antiguo y destruir las vallas. Pero esta vez no fueron solamente los más ricos los que se quejaban y estaban contra la idea, sino los más pobres también. "¿Queréis que nos quedemos sin trabajo?, dijeron los que reparaban las vallas.

"¿Cómo nos ganaremos la vida?, gritaron los vigilantes nocturnos.

"¿Queréis que nos muramos de hambre?, gritaron los comerciantes de zanahorias.

Por tanto no les quedó más remedio que continuar haciendo las cosas de esta forma.

Miedo

Traducido por Gema González Navas

¿Por qué me mira ese tipo de esa forma?
¿Acaso me tiene miedo?

¿Por qué me tiene ese tipo miedo?
¿Piensa que le voy a hacer daño?

¿Por qué piensa que yo quiero hacerle daño?
¡Nunca hago daño a nadie!

Yo no hago daño a nadie,
a menos que me quieran hacerme daño.

Entonces si ese tipo piensa que yo quiero hacerle daño
será porque sabe
que yo hago daño
a quien me hace daño.

Entonces: ¡él debe querer hacerme daño!

Entonces mejor me acerco a él y le golpeo en la boca
para que no me haga daño.

¡Pum!

¡Su puño fue más rápido que el mío!
Ahora aquí estoy en el suelo.

¿Acaso no te dije desde el principio
que el quería hacerme daño?

Otra Vez Miedo

Traducido por Gema González Navas

Somos un país pacífico
y nunca atacaremos a nadie.
A menos que,
nos ataque alguien.

Aquel que no quiera
atacarnos,
que no tenga miedo de nosotros.

Aquel que quiera intentar
protegerse de nosotros,
demuestra que nos tiene miedo.

El que nos tienga miedo,
prueba con ello
que intenta atacarnos.

Luego está claro
que tenemos que atacar a aquel
que se prepara para defenderse.

La Extraña Gente del Planeta Hortus

Traducido por Gema González Navas

Sobre el planeta Hortus vivían cuatro pueblos en cuatro poblados: los Manzana, los Ciruela, los Pera y los Frambuesa. Los Manzana vivían de la compota de manzana, de los hojaldres de manzana, de la mermelada de manzana y de las tartas de manzana. Los Ciruela vivían de la compota de ciruela, de los hojaldres de ciruela, de la mermelada de ciruela y de las tartas de ciruela. Sucedía más o menos lo mismo con los Pera y los Frambuesa.

Esto funcionó bien durante cierto tiempo, pero un día los Pera sintieron que ya les salía la mermelada de pera hasta por los ojos y uno de los Pera dijo: "¿Sabéis qué? ¡Vamos a convertirnos en bandidos!"

"¿Bandidos? ¿Eso qué quiere decir?"

"Muy sencillo. Nos escabulliremos por la noche donde viven los Ciruela y cuando estén todos dormidos entraremos en emboscada y los moleremos a golpes. Después cogeremos tantas ciruelas como podamos transportar y saldremos corriendo. Y así, podremos finalmente comer compota de ciruela, hojaldres de ciruela, mermelada de ciruela y tarta de ciruela."

"¡Estupendo! ¡Eso será divertidísimo!"

Y así se escabulleron en el pueblo de los Ciruela y cuando estaban todos dormidos se les echaron encima, entraron en las casas y les molieron a golpes. Después cogieron tantas ciruelas como se podían llevar y salieron corriendo.

Los Ciruela estaban asustadísimos y tristísimos. "¿Qué ha sido esto? ¡Jamás había sucedido una cosa semejante!"

"¿Se habrán vuelto locos los Pera? ¡Les mandaremos a la señora Tallo de Ciruela!"

La vieja señora Tallo de Ciruela era capaz de hacer un ungüento de huesos de ciruelas que podía curar casi todas las enfermedades, excepto las piernas rotas.

Y así la señora Tallo de Ciruela partió con su bote lleno de ungüento de huesos de ciruela.

Pero cuando volvió por la noche dijo: "No quieren que se les cure. Me han amenazado incluso con pegarme y mandarme de vuelta."

"¡Eso es muy grave! ¿Qué vamos a hacer ahora?"

"Si no quieren curarse, entonces es que no están malos, sino que son malos. ¡Hay que castigarles!"

"¡Sí, eso es lo que debemos hacer! Nos echaremos sobre ellos y cogeremos sus peras. ¡No estaremos haciendo más lo que es justo!"

Y todos se alegraron y gritaron como locos. Solamente la señora Tallo de Ciruela parecía preocupada y movía su cabeza inquietamente.

Los Ciruela se encaminaron hacia la guerra. Esa noche misma lanzaron un ataque contra los Pera y les molieron a palos, cogieron tantas peras como pudieron llevarse y escaparon.

"¿Y qué haremos si vuelven a atacarnos mañana?" Todos parecían preocupados, pero el señor Hueso dijo: "Pondremos guardias con grandes bastones alrededor del pueblo y si vienen les daremos de palos."

Y así hicieron y cuando los Pera volvieron varias noches después, les dieron una buena paliza.

"¡Bien, es lo que os había dicho! ¡Han tenido lo que se merecían! ¡Así pensarán dos veces el tendernos una nueva emboscada tan pronto!"

"Vale, pero sabrás que hemos estado también haciendo guardia cada noche durante dos semanas y que hemos estado durmiendo todo el día. ¡Durante ese tiempo nos hemos comido todas las tartas de ciruela y la mermelada de ciruela y no hemos tenido ni un segundo para cocinar u hornear!"

"¡Entonces todo el mundo debe dar a los vigilantes algo porque han estado en guardia por el bien de todos nosotros!" Todos los Ciruela dieron a los guardias algo y el señor Hueso se llevó la mejor parte porque "¡Yo me he ocupado de todo y soy el máximo responsable!"

Al cabo de un tiempo, los Ciruela empezaron a gruñir porque antes había habido siempre suficiente para todo el mundo y ahora, que los hombres jóvenes hacían guardia en lugar de ocuparse de los ciruelos, sin cocinar ni hornear no había suficiente para todo el mundo.

"Me parece bien," dijo el señor Hueso, "pero, ¿de quién es la culpa que nuestros jóvenes no puedan trabajar y en su lugar tengan que estar haciendo guardia? ¡De los Pera! ¡Así que ellos son los que tienen que pagar por ello!"

Se puso en marcha con sus hombres hacia el poblado de los Pera para saquearlos de nuevo. Pero los Pera habían puesto también guardias y hubo una lucha terrible a medio camino entre los dos poblados y los Ciruela no pudieron coger las peras.

Entonces el señor Hueso dijo: "Tenemos que coser redes y lanzarlas sobre los guardias de los Pera. ¡Sólo entonces podremos vencerles y saquear su poblado!"

Fue así como todos los Ciruela tuvieron que fabricar redes para que de esa manera el ataque tuviera éxito. El señor Hueso condujo las tropas de vuelta con orgullo porque cada hombre joven llevaba en su hombro un saco de peras. El señor Hueso también llevaba algo: el peso de la responsabilidad.

El señor Hueso ordenó a todos que vaciaran los sacos de peras en medio del pueblo y las amontonaran en una gran pila. Luego él dividió la pila en tres partes. "¡Ya está!", dijo "Una pila para dividir entre los del pueblo para que tengan suficiente para comer; otra pila para mis soldados porque lucharon valerosamente; y otra pila para me porque yo soy el que llevo toda la responsabilidad."

Y todos gritaron de alegría y golpearon en el hombro al señor Hueso. Sólo la señora Tallo de Ciruela parecía preocupada y volvía a menear su cabeza diciendo: "¿Y qué pasará si los Pera también nos lanzan una red?

"¡Ya he pensado en eso! Construiremos una muralla alrededor del poblado para que no nos puedan tender nunca una emboscada." Y fue así cómo los Ciruela se pusieron a construir una muralla alrededor del poblado.

Pero los Pera no querían quedarse quietos con la vergüenza de su derrota. Y cuando sus enviados informaron que los Ciruela estaban construyendo una muralla alrededor del poblado, los Pera construyeron también otra muralla alrededor del suyo y cosieron redes para atrapar a los guardias. También fabricaron escaleras para poder subir a la muralla de los Ciruela. Y una noche, con sus escaleras, invadieron el poblado de los Ciruela para robarles todo lo que tenían.

"¡Ya basta! Tenemos que enseñar a esos gallinas de los Pera una lección de la que no se recuperaren nunca" Y el señor Hueso ordenó a los Ciruela que construyeran una torre gigante con ruedas. Él iba a empujarla hasta la muralla del poblado de los Pera para después lanzar bolas de fuego a las casas de los Pera. Pero, mientras tanto, los Pera estaban ocupados construyendo una catapulta gigante que iban a usar para demoler la muralla del poblado de los Ciruela.

Y una noche, el ejército de los Ciruela se adentró en el poblado de los Pera, mientras que el ejército de los Pera se adentró en el poblado de los Ciruela. Y como la noche era oscura y con niebla los dos ejércitos se cruzaron sin darse cuenta. Cuando los Ciruela habían erigido su torre enfrente de la muralla del poblado de los Pera, el señor Hueso subió a lo alto y gritó: "Abrid las puertas y rendíos o quemaremos todo vuestro poblado."

Y como el ejército de los Pera se había marchado, los del pueblo abrieron las puertas y dejaron a los Ciruela entrar.

Y cuando los Pera habían apoyado su catapulta en la muralla de los Ciruela, su líder escribió en un trozo de papel: "¡Rendíos o todo el poblado será catapultado!" Y envolvió una roca con el papel y la lanzó por encima de la muralla. Y los Ciruela también abrieron las puertas y dejaron a los Pera entrar.

Pero cuando los ejércitos quisieron comenzar con el pillaje descubrieron que apenas quedaba nada. Sólo unos cuantos botes de mermelada de ciruela o pera, unos cuantas tartas ya duras y restos de hojaldres que estaban ya enmohecidos.

"¡Pero si no queda nada!", dijeron los Pera a los soldados de los Ciruela. "No hemos tenido un minuto ni para ponernos a cocinar ni para ocuparnos de los árboles. La guerra no nos ha dejado hacer nada."

"¡No nos queda nada!", dijeron los Ciruela a los soldados de los Pera. "No hemos tenido tiempo ni para cuidar los árboles ni para hornear tartas. La guerra no nos ha dejado hacer nada."

"¡Maldita sea!", dijo el jefe de los soldados Pera y se dio la vuelta.

"¡Diablos!", dijo el señor Hueso y ordenó a su ejército volver a casa.

A la salida del sol, ambos ejércitos se encontraron a medio camino entre los dos poblados y como ya estaban muy enfadados se pusieron a pelear. Pero los dos jefes decidieron no unirse y cada uno se quedó en una pequeña colina mirándose malvadamente y lamentándose con tristeza.

Cuando decidieron que los dos ejércitos se habían vapuleado lo suficiente, ordenaron que se retirasen y se marcharon a su casa.

Al día siguiente el señor Hueso reunió a los Ciruela y les dijo: "¡Bien, ahora tenemos que apresurarnos y hornear unas cuantas tartas de ciruela. ¡Tenemos que hacerlo más rápido que los enemigos para que estemos preparados antes que ellos para la nueva batalla!"

Pero la señora Tallo de Ciruela dijo: "No podemos hacer eso porque no hay ciruelas y porque nadie se ha ocupado de los árboles durante todo este tiempo. Están todas podridas en el suelo y tampoco tenemos harina para las tartas. Además no podemos seguir actuando de esta manera. ¿Qué sentido tiene robarnos unos a los otros? Si queremos tener suficiente para comer, tenemos que trabajar todos todo el día. ¡Nosotros tanto como los Pera! Robarnos no hace que ni los Ciruela ni los Pera progresemos. ¡Tenemos que hacer las paces con los Pera!" Y los Ciruela, que realmente querían empezar a ocuparse de una vez de sus ciruelos y volver a hacer tartas, estaban de acuerdo con ella.

Pero el único que no estaba de acuerdo era el señor Hueso porque si no había guerra no podía dar órdenes ni ser el máximo responsable. Tampoco habría botines de los que apropiarse de la mayor parte.

Se dio un rodeo por entre el poblado de los Frambuesa y les dijo: "¡Escuchad! Los Pera no tienen nada para comer porque se lo han gastado todo en la guerra, así que existe un gran peligro de que vosotros seáis los siguientes a los que roben."

Los Frambuesa se rascaron la cabeza y dijeron: "¡Nunca les hicimos nada!"

"¡Eso no importa!," dijo el señor Hueso. "Son bandidos y saben dónde tienen que buscar."

"¡Eso es terrible!," dijeron los Frambuesa. "¿Qué podemos hacer? Nosotros no tenemos ni idea de cómo hacer una guerra."

"¡Pero nosotros sí lo sabemos!," dijo el señor Hueso. "Tengo una propuesta: vosotros nos dais unos cuantos cestos de frambuesas y nosotros os protegeremos de los Pera."

"De acuerdo," suspiraron los Frambuesa. "¿Qué otra opción nos queda?"

Y entonces el señor Hueso volvió al poblado de los Ciruela y les dijo: "Todavía necesitaremos casi un año para la próxima cosecha de ciruelas. ¿De qué vamos a vivir mientras tanto? ¡Si firmamos la paz pasaremos hambre durante un año! Pero si nos aliamos con los Frambuesa para luchar contra los Pera, tendremos frambuesas inmediatamente."

"Sí, eso es mejor," gritaron los jóvenes, que ya se habían acostumbrado a luchar. "Se nos da mejor pelear que cultivar ciruelas."

Los otros Ciruela se rascaban la cabeza y decían: "¡Pasar hambre un año entero! ¿Quién puede aguantar eso?" Y ellos también se pusieron del lado del señor Hueso. Sólo la señora Tallo de Ciruela parecía preocupada y no paraba de mover su cabeza.

Pero, mientras tanto, el mariscal de los Pera se había aliado con los Manzana. Y de esta manera todo lo anterior se volvió a repetir: los Frambuesa y los Pera tuvieron que construir murallas alrededor de sus poblados y tejer redes y construir catapultas y torres de control y además dar a sus aliados la mitad de su fruta. Y al terminar el año no quedaba en todo el planeta nada para comer ni para robar.

Entonces la señora Tallo de Ciruela reunió a todas las mujeres del planeta, hecho que fue posible porque sólo había cuatro poblados, y les dijo: "No podemos continuar viviendo así. El pillaje y la guerra no producen ciruelas ni frambuesas ni manzanas ni peras. Alguien tiene que trabajar o no habrá botín alguno. ¡Y como además sólo tenemos justo lo suficiente para comer cuando todo el mundo trabaja, razón de más para que no podamos permitirnos estos pillajes! ¡Las redes, las escaleras, las catapultas, las murallas y las torres de control no se pueden comer!"

"¡Totalmente de acuerdo!", dijeron las mujeres.

"Entonces decid a vuestros maridos que se den la mano y vuelvan a sus huertas lo antes posible o nos moriremos de hambre."

"¡Vale!," dijeron las mujeres.

Y así fue como se firmó un tratado y los hombres se dieron la mano murmurando: "Perdón, esto no volverá a suceder jamás" Y así llegó la paz al planeta Hortus de nuevo. Al cabo de dos o tres años todos tuvieron de nuevo suficiente para comer. La señora Tallo de Ciruela preparó tarros de mermelada de ciruela para los otros pueblos, y las mujeres de los otros pueblos se enviaron tarta de manzana, compota de pera y hojaldres de frambuesa.

Y como la paz reinó por tanto tiempo, la gente tuvo tiempo para reflexionar un poco y hacer nuevas invenciones. Una persona inventó unas pinzas especiales con las que se podían coger manzanas sin tener que subir a los árboles. Otra persona hizo crecer un arbusto de frambuesas que no tenía espinas. Otra persona creó un instrumento para sacar fácilmente el hueso de las ciruelas. Y otra inventó un cuchillo especial para pelar peras.

"Esto es fantástico," dijeron las mujeres, "ahora todo el mundo sólo tiene que trabajar a tiempo parcial y además tenemos suficiente para todos."

Pero un día el señor Hueso se levantó y le dijo a los Ciruela: "No es bueno que la gente esté por ahí sin hacer nada durante la mitad del día ahora que nuestro trabajo es más sencillo gracias a nuestro deshuesador de ciruelas. ¿Qué pasará si los Pera deciden preparar una emboscada y forzarnos a trabajar la otra mitad del día? Los Pera han inventado un nuevo pelador de peras que supone un gran peligro para nosotros. ¡Si ellos consiguen no tener que trabajar todo el día porque tienen suficiente para comer, entonces tendrán más tiempo para construir nuevas torres de control y catapultas! Por tanto no podemos desperdiciar la mitad del día jugando y contando historias. Ahora con la ayuda de nuestro nuevo deshuesador disponemos de tiempo para pensar en nuestra defensa. En vez de trabajar medio día, sería mejor si la mitad de nosotros trabajase todo el día y la otra mitad se encargase de construir catapultas y entrenarse. Ahora podemos mantener un ejército permanente. ¡Esa es la única manera de protegernos de un nuevo ataque de los Pera, quienes algún día nos esclavizarán!"

Y todo hubiera comenzado otra vez como anteriormente si ....

... si la señora Tallo de Ciruela no se hubiera levantado y delante de todo el mundo hubiera dado una bofetada al señor Hueso. Después él se sentó tranquilamente en silencio y nunca más volvió a decir una palabra.

Cuando los soldados llegaron

Traducido por Elena Martín

Cuando los soldados llegaron estábamos escondiéndonos en una cueva en el desierto. Teníamos un odre lleno de agua, unas barras de pan y algunos higos. Eso era todo. Dejamos dos cabras atrás, yo estaba triste porque abuelo dijo que no volveríamos a verlas: los soldados las matarían y luego se las comerían. Madre lloraba en silencio, pero dejaba que el bebé se alimentara de su pecho para que no llorara y revelara nuestro escondite. Yo sabía que no debía llorar porque ya era una niña grande y abuelo decía que que yo entendía todo como un adulto; pero podía hablar muy bajito con él, sólo de vez en cuando creía que escuchaba ruídos fuera y yo debía estar callada para que pudiera escuchar mejor.

—¿Por qué los soldados matan a nuestras cabras? —le dije a abuelo. —¿No les gusta beber leche?

—Claro que les gusta beber leche, pero les gusta más comer carne. Aunque la mayoría no quieren que los soldados del rey Babak se coman a las cabras.

—¿El rey Babak no es nuestro rey?

—Eso es lo que dicen.

—Entonces..., ¿no deberíamos tener las cabras con nosotros para salvarlas de los soldados del rey Babak?

—Las cabras nos habrían delatado y no importa si los soldados del rey Babak o los del rey Ubuk se las comen.

—Pero, si el rey Babak gana la guerra, ¿no nos matarán sus soldados?

—No. Cuando la guerra termine, tendremos que rendir tributo al rey Ubuk en vez de al rey Babak. Esa es la única diferencia.

—Pero, ¿no es el rey Babak nuestro rey legítimo y el padre de nuestro país?, ¿no es el padre de todos nosotros?
—Sí. Eso es lo que dicen los sacerdotes. Pero antes de él, Erek fue nuestro rey y el padre del país. Nosotros debíamos rezar por su salud en el templo. En ese entonces, Babak era rey del otro lado del río. Luego, Babak y Erek entraron en conflicto porque Erek había herido el honor de Babak. Los hombres de Babak derrotaron a los de Erek; éste fue muerto y Baback tomó su país.

—¿No hirió también el rey Ubuk el honor del rey Babak?

—Sí, eso es lo que dicen.

—Entonces, ¿no tenía derecho el rey Babak a luchar por su honor?

—Eso es lo que hacen los reyes.

—Abuelo ¿tú no luchas por tu honor?

—Los campesinos no luchamos por nuestro honor. Cuando el sacerdote me llama cerdo perezoso por no traer suficiente maíz al granero no puedo defender mi honor. Los sacerdotes me azotarían hasta la muerte. Pero con los reyes es distinto. Todos los reyes deben aprender a defender su honor.

—¿Por qué los reyes y no los campesinos?

—Cuando un rey hiere el honor de otro rey, este puede reunir a su ejército y luchar con el otro rey. A veces pierde la vida en la batalla. Y otras el otro rey muere y el superviviente añadirá el reino del perdedor a su propio reino. El perdedor no sabe que luchar por tu honor puede matarte porque está muerto. Y el ganador aprende lo que cuesta defender su propio honor. Cuando mi abuelo era joven había treinta pequeños reinos en este valle. Ahora hay cinco más grandes.

—¿Porque los reyes luchan entre ellos? ¿Porque su honor ha sido herido?"

—Siempre era algo así  —dijo  abuelo.

—Pero ¿y si un rey no quiere defender su honor? ¿Y si un rey no quiere luchar ni que maten a su pueblo y lo hieran y sufran?

—Entonces los otros reyes pensarán que es débil y tomarán su país de cualquier forma.

—Y ¿siempre ha sido así? ¿Siempre ha habido guerras para hacer reinos cada vez más grandes?

—No lo sé, —dijo abuelo. —Mi abuelo decía que hubo un tiempo en el que no había reyes, solo campesinos. Decía que vivían todos juntos en pueblos. Y que no sabían nada de la guerra. Me imagino que lo que decía mi abuelo es cierto. ¿Por qué habrían de luchar con el pueblo vecino? ¿Por qué habrían de querer tomar su tierra? Un campesino puede cultivar mucho terreno. No tiene necesidad de tener más tierra que la que él y su familia puedan cultivar. Bueno, a lo mejor tenían muchos hijos y al cabo de algún tiempo habría más familias que necesitaban tierra. ¿Comenzarían a luchar para tomar la tierra de otra persona? Lo dudo. Creo que preferirían dividir la tierra que tenían que correr el riesgo de empezar una lucha y probablemente ser asesinados. Y aunque empezaran una lucha, pararían cuando tuvieran suficiente tierra. Siempre habría límite para su ansia. Pero nunca hay límite para el ansia de un rey.

—¿Es un rey un ser diferente a un campesino?  —pregunté. —A lo mejor es un tipo de animal diferente, al igual que que una cabra no es igual que una oveja.

—No creo. —dijo abuelo. —Creo que si tomas al hijo de un campesino y lo educas como a un rey, hará todo lo que los reyes hacen.

—Entonces, ¿por qué los reyes son diferentes?

—Porque la manera de ganarse la vida es diferente. Mi abuelo decía que aparte de los campesinos también había cazadores en la antiguedad. Vivían en los bosques y cazaban animales. Tampoco luchaban entre ellos por la tierra. Cada grupo tenía sus propios cotos de caza y no podían utilizar cotos de caza más grandes. Pero un día el clima se volvió más seco y los bosques se hicieron más pequeños y había menos animales en ellos. Y los cazadores descubrieron una nueva presa. Descubriron a los campesinos con sus graneros llenos de grano para el siguiente año y sus cabras, ovejas y cerdos. Robaban a los campesinos y cuando los campesinos trataban de defenderse los mataban. A los cazadores se les daba mejor utilizar las armas, decía mi abuelo, porque habían estado utilizándolas todos los días. Y pronto descubrieron que era mejor para ellos no matar a los campesinos en vez de arrebatarles todo.  Porque si  los campesinos sobrevivían y les quedaba algo de grano y forraje, plantarían maíz otra vez y criarían animales de nuevo y al año siguiente se los podrían volver a robar. Y algunos jefes astutos hicieron un trato con los campesinos y les dijeron: Si me pagáis un tributo cada año, os defenderé de otros ladrones. Así los cazadores se convirtieron en guerreros y sus jefes se convirtieron en reyes.

Ahora para un rey poseer una tierra es algo diferente. Porque un rey no trabaja en la tierra. Tiene a los campesinos que trabajan y le dan maíz, mantequilla, lana y otras cosas. El rey no come ni utiliza todo esto para sí mismo. Lo utiliza para dar de comer y vestir a sus soldados y sus sacerdotes y a los herreros que hacen las espadas y los que fabrican arcos y flechas para los soldados  y los constructores que construyen palacios y templos. Y todo esto lo utiliza para conquistar más tierra para conseguir más tributos para alimentar a más soldados y conquistar más tierra y así sucesivamente. 

—Entonces ¿si no hubiera reyes no habría guerras?

—Si no hubiera personas que vivieran del trabajo de otras, al menos la lucha no sería tan interminable como lo es ahora.Quizá no habría palacios y los templos serían más pequeños y no habría tantos artistas que hicieran hermosas joyas y grandes estatuas porque nadie podría permitirse tal cosa. Las alfombras no serían tan coloridas pero todo el mundo tendría alfombras simples y no dormirían en el suelo desnudo. Quizá habría alguna lucha de vez en cuando pero terminaría. 

 —Entonces, ¿la lucha no terminará ?  —pregunté al abuelo.

—Quizá después de miles de años, cuando el mundo sea un solo reino.

—Pero ¿y no podemos volver a la situación de antes de que hubiera reyes?

—No creo, —dijo abuelo, —¿Cómo podría ser eso? Los soldados tienen espadas y arcos y flechas y nosotros ¿qué tenemos?

—Pero, ¿y si todos los campesinos del mundo se pusieran de acuerdo para no alimentar a los reyes y sus soldados nunca más"

—Eso no es posible, —dijo abuelo . ¿Quién enviaría los mensajeros a todos ellos?

Cuando los soldados se hubieron marchado, el pueblo estaba vacío. Había matado a todos los animales o se los habían llevado, se habían llevado todo el grano de los graneros y lo habían quemado. Incluso nuestras azadas y nuestras hoces habían despaparecido. Abuelo nos enseñó a pescar en el río y a cocinar algunas plantas silvestres y de alguna manera sobrevivimos a la temporada seca. Y entonces creció en los campos algo de maíz que había caído en el suelo en la cosecha y no cocimos ni un simple pan sino que lo guardamos todo para sembrarlo de nuevo. Poco a poco devolvimos de nuevo los campos a la vida. Madre murió y después abuelo murió también y mi hermano pequeño se casó con una chica del pueblo de al lado y tuvieron un hijo.

Y un día los soldados llegaron.

 


 

Dos Luchadores

Traducido por Gema González Navas

Dos hombres estaban enfrascados en una feroz lucha. El uno era grande, el otro era gordo, el uno era pesado, el otro era rudo, el uno era fuerte, el otro era salvaje.

El fuerte le rompió la nariz al salvaje. Y sintió ... Él tiene una nariz como la mía.

El salvaje le rompió al salvaje las costillas. Y sintió ... Esas costillas se cascan como las mías.

El fuerte le saltó un ojo al salvaje. Y sintió ... Su ojo es tan blando y delicado como el mío.

El salvaje le dio una patada al fuerte en el estómago. Y sintió ... Ese vientre se deforma como el mío.

El fuerte agarró por la garganta fuertemente al salvaje. Y sintió ... Él necesita aire para respirar como yo.

El salvaje lanzó su puño al corazón del fuerte. Y sintió ... Su corazón late como el mío.

Cuando ambos estaban en el suelo y ya no se podían volver a levantar, ambos pensaron ... ¡Este tipo es exactamente igual que yo!

Pero este pensamiento no les sirvió ya para nada.


Cuerpo a cuerpo

Traducido por Gema González Navas

Un día, después de que habían reclutado para hacer el servicio militar al señor Balaban, el sargento les anunció: "¡Bien! Hoy vamos a practicar el combate cuerpo a cuerpo. Esto os será de gran utilidad en situaciones extremas!"

"¡Ah!", respondió el señor Balaban, "¿podría usted presentarme al hombre con el que, en una situación extrema, tendré que luchar cuerpo a cuerpo? ¡Quizás así podemos llegar a arreglar los problemas!"

La Gran Guerra de Marte

Traducido por Gema González Navas

La gran guerra de Marte llegó a su fin.

Agotados y apesadumbrados, los Gnuffs rosas volvían a casa destrozados. "Ni una guerra más. ¡Nunca más!", gimoteaban. Habían perdido la guerra.

Agotados y cansados, los púrpura Moffers también regresaban a casa destrozados. "Ni una guerra más. ¡Nunca más!", lloriqueaban. Habían ganado la guerra.

Pero en el campo de batalla yacían casi tantos cadáveres Moffers como Gnuffs. Se había derramado una  gran cantidad de sangre verde. El Presidente Supremo de los Gnuffs y el Gran Rey de los Moffers se encontraron a la orilla del río que hacía de frontera entre los dos países para acordar un tratado. "Nunca más habrá una guerra entre los Gnuffs y los Moffers", se prometieron los unos a los otros. En ambos países se celebró la paz con grandes fiestas.

"¡Retiremos a nuestro General!", gritaban los Gnuffs en sus festejos.

"¡Jubilemos a nuestro Mariscal", gritaban los Moffers en sus celebraciones.

"¡Pondremos a los soldados a plantar fresas!", chillaban los Gnuffs.

"¡Daremos máquinas de coser a los soldados!", exclamaban los Moffers.

Pero el General de los Gnuffs dijo: "No podemos hacer eso. Si dejamos de tener un General y soldados, entonces los Moffers se nos echaran encima. ¡Tenemos que tener un ejército poderoso y alerta para que no vuelva a haber otra guerra!".

Y el Mariscal de los Moffers dijo: "No podemos hacer eso. Cuando los Gnuffs vean que carecemos de ejército, se vengarán de nosotros por haber perdido la guerra. ¡Necesitamos soldados y un Mariscal!".

"Bueno, probablemente tiene razón", refunfuñaron los Gnuffs.

"Posiblemente, está en lo cierto", gruñían los Moffers.

Todos volvieron a sus casas y a sus trabajos, los Gnuffs a sus torres y los Moffers a sus cuevas.

El General de los Gnuffs se dijo a si mismo: "Yo no quiero otra guerra, pero si no les demuestro que soy un valioso General, me retirarán de mi cargo". Así, le dijo al Presidente Supremo: "Nuestro ejército necesita más espadas para no ser atacados jamás. Suba los impuestos, por favor, para que podamos comprar más espadas a los herreros". Y el Presidente Supremo lo hizo. Los herreros dijeron para si: "No queremos otra guerra, pero si vendemos muchas espadas, podremos pagar colegios privados a nuestros hijos". Los empleados de los herreros se dijeron: "No queremos otra guerra, pero si decimos que no queremos hacer espadas, nuestros jefes nos despedirán y nuestros niños no tendrán nada para comer".

Y el Mariscal de los Moffers se dijo a si mismo: "Yo quiero la paz, pero si no les demuestro que soy capaz de ser un Mariscal, podrían despedirme". Así, le dijo al Gran Rey de los Moffers: "He oído que los Gnuffs están comprando espadas para su ejército. Por favor, suba los impuestos, para que podamos contar con más soldados en nuestras tropas". Y el Gran Rey subió los impuestos y más soldados se unieron al ejército. Los granjeros dijeron para si: "Queremos la paz, pero si no vendemos patatas al ejército, no podremos pagar los nuevos impuestos". Y los sastres se dijeron: "Queremos la paz, pero cuantos más soldados haya en el ejército, más uniformes podremos vender". Y los fabricantes de lanzas dijeron: " Queremos paz, pero cuantos más soldados haya, más lanzas podremos vender".

Después sucedió que un inventor Gnuff descubrió un veneno, un veneno terriblemente maligno. Pero era inofensivo para los Gnuffs y mortífero para los Moffers. "No quiero hacer nada malo a nadie", se dijo el inventor, "pero si guardo mi invento para mí mismo, no podré pagar a la lechera". Y así escribió en un libro cómo fabricar el veneno.

Y sucedió también que un profesor Moffer descubrió cómo construir una bomba capaz de destruir todo sobre la tierra salvo a los Moffers porque éstos vivían en cuevas. "No deseo el mal a nadie", se dijo el profesor, "pero tengo que dar a conocer mi invento para que la gente no piense que no sé nada de mi tema". Y escribió en un libro cómo fabricar la bomba.

Cuando el Mariscal de los Moffers se enteró, le dijo a su Gran Rey: "Necesitamos fabricar esa bomba porque he oído que los Gnuffs tienen un terrible veneno que pueden usar contra nosotros"

Y el General Gnuff dijo al Presidente Supremo: "Tenemos que producir ese veneno porque he oído que los Moffers tienen una bomba peligrosa que pueden usar en nuestra contra".

Y así el veneno se mezcló ...

... y la bomba se construyó.

Y los Gnuffs construyeron una pistola de agua gigante para lanzar el veneno a los Moffers.

Y los Moffers construyeron un globo gigante para poder lanzar la bomba a los Gnuffs.

El Presidente Supremo de los Gnuffs dijo en un discurso: "Ahora no puede haber otra guerra porque queremos la paz, y los Moffers no se atreverán a atacarnos porque tenemos un terrible veneno".

Y el Gran Rey de los Moffers dijo en un discurso: "Ahora habrá siempre paz porque no queremos guerra, y los Gnuffs no se atreverán a atacarnos porque tenemos una bomba terrible".

Un día los herreros Gnuffs dijeron: "No tenemos suficiente hierro para todas las espadas, arados, guadañas y carros que podemos construir. ¡Tenemos que ir a la Isla del Hierro para coger hierro!".

Y los herreros Moffers dijeron: "Necesitamos más hierro para nuestras lanzas, carros, arados y guadañas. ¡Tenemos que ir a por hierro a la Isla del Hierro!".

Así los Gnuffs enviaron un barco a la Isla del Hierro ...

... y los Moffers también enviaron otro barco a la Isla del Hierro.

Cuando los barcos volvieron, los marineros dijeron a todo el mundo que los otros también habían cogido hierro de la isla.

"¡Los Moffers están cogiendo nuestro hierro!", anunció un periódico Gnuff.

"¡Los Gnuffs quieren todo el hierro para ellos!", se leía en un periódico Moffer.

Los titulares eran bastante exagerados, pero todo el mundo sabe que los periódicos con noticias sensacionalistas venden más que los que dicen que no todo está tan mal. Y quizás deberían haber comprobado antes si había suficiente hierro para todo el mundo. Pero la gente que se dedica a la prensa también quiere ganar dinero, como todo el mundo.

Y los Moffers se asustaron de los Gnuffs de nuevo ...

... y los Gnuffs se asustaron de nuevo de los Moffers.

"Tenemos que tener la Isla del Hierro para nosotros solos", dijeron algunos Gnuffs, "o no habrá paz alguna".

"La Isla del Hierro tiene que pertenecernos", dijeron algunos Moffers, "o habrá otra guerra".

"Si no tenemos hierro para los arados, no tendremos nada para comer", dijeron algunos Gnuffs, " y entonces nuestro terrible veneno tampoco nos ayudará".

"Si no tenemos hierro, nos moriremos de hambre", dijeron algunos Moffers, "y entonces nuestra bomba gigante no ayudará para nada tampoco".

Y los Gnuffs enviaron un navío de guerra a la Isla del Hierro ...

... y los Moffers enviaron un navío de guerra a la Isla del Hierro.

Entonces la batalla estaba igualada ...

... los Gnuffs enviaron otro navío de guerra ...

... y los Moffers enviaron otro navío de guerra.

"¡No podemos permitirles construir más navíos de guerra!", dijo el General Gnuff y atacó con sus tropas el astillero de los Moffers.

"¡Tenemos que impedirles construir barcos!", dijo el Mariscal Moffer y atacó con sus tropas el astillero de los Gnuffs.

"¡Nos han atacado!", gritaron los Gnuffs.

"¡Nos han dado!", gritaron los Moffers.

"Queremos vivir en paz", dijo el General de los Gnuff, "pero ahora es demasiado tarde. ¡Tenemos que vaporizarlos con nuestro veneno antes de que nos lancen la bomba!"

"¡No queríamos otra guerra!", dijo el Mariscal de los Moffer, "pero ahora es demasiado tarde. ¡Tenemos que lanzarles la bomba antes de que nos vaporicen con su veneno!"

Y llenaron la pistola de agua con el veneno ...

... y el globo despegó.

"¡Hemos acabado con ellos!", dijeron los Gnuffs.

"¡Hemos acabado con ellos!", dijeron los Moffers.

"¡Y con nosotros también!", dijeron los Gnuffs cuando vieron al globo elevarse lentamente.

"¡Y con nosotros también!", dijeron los Moffers cuando vieron la pistola de agua aparecer en el horizonte.

"¡Quizás no debería haber inventado el veneno!", dijo el inventor.

"¡Quizás no debería haber inventado la bomba!", dijo el profesor.

"¡Quizás no deberíamos haber fabricado las espadas!", dijeron los herreros.

"¡Quizás no deberíamos haber fabricado las lanzas!", dijeron los fabricantes de lanzas.

"¡Quizás no deberíamos haber cosido tantos uniformes!", dijeron los sastres.

"¡Quizás no deberíamos haber distribuido tantas patatas!", dijeron los granjeros.

"¡Quizás no deberíamos haber exagerado tanto!", dijo la gente de la prensa.

"¡Quizás deberíamos haber sido más fieles a la verdad!", dijeron la gente que escribía en las revistas.

"¡Quizás no deberíamos habernos hecho soldados!", dijeron los soldados.

"¡Quizás deberíamos haber retirado a nuestro General!", dijeron los Gnuffs.

"¡Quizás deberíamos haber jubilado a nuestro Mariscal!", dijeron los Moffers.

Y entonces un Gnuff dijo a sus amigos: "No hay manera de salvarnos. Pero los Moffers, finalmente, no han sido peores ni más mezquinos que nosotros". Y se subieron a la pistola de agua y la destruyeron justo antes de que empezara a vaporizar el veneno.

Y unos pocos Moffers comentaron entre ellos: "Ahora vamos a morir por nuestra estupidez. Pero los Gnuffs al menos deberían saber que había unos pocos Moffers que eran gente de bien". Y agarraron las cuerdas y subieron a lo alto del globo explotándolo antes de que llegara a los Gnuffs.

"¡Los Moffers nos han salvado!", dijeron los Gnuffs asombrados cuando vieron que la bomba no los había destrozado.

"¡Los Gnuffs han dado su vida por nosotros!", susurraron los Moffers, completamente sorprendidos al ver que el veneno no los había alcanzado.

Y todos dejaron sus espadas y sus lanzas en el suelo, se sentaron  y murmuraron: "¡Qué cerca hemos estado del fin!". Estaban tan emocionados que algunos de ellos empezaron a llorar.

Jubilaron al General y al Mariscal, al igual que al Presidente Supremo y al Gran Rey y se dijeron: "¡Esta vez tenemos que ser un poco más despabilados!"

El Esclavo

Traducido por Gema González Navas

Un hombre tenía un esclavo. Y el esclavo tenía que hacerle todas las tareas. El esclavo lavaba al hombre, peinaba su pelo, cortaba su comida y se la ponía en la boca. El esclavo le escribía las cartas, le limpiaba sus zapatos, remendaba sus calcetines, cortaba su madera y encendía el fuego en la estufa. Cuando paseaban y el hombre veía frambuesas, el esclavo tenía que cogerlas y ponerlas en su boca. Para impedir que el esclavo se escapase el hombre siempre le tenía atado con una cadena. Día y noche, lo tenía que tener agarrado y alrededor suyo para que no se escapase. En la otra mano siempre llevaba un látigo porque cuando el esclavo daba tirones de la cadena, el hombre le daba latigazos. Cuando le dolían los brazos y  estaba cansado de darle latigazos, el hombre insultaba al esclavo, a la cadena y a toda la humanidad. 

Algunas veces él soñaba en secreto cómo era cuando era joven y todavía no tenía un esclavo. En aquellos tiempos él podía vagar por los bosques libre como un pájaro y coger frambuesas sin este constante tira y afloja de la cadena.  Ahora no podía ni siquiera ir solo a los lavabos. En primer lugar el esclavo podría escaparse y en segundo lugar no habría nadie quien le limpiara su trasero. Él no tenía ninguna mano libre para esos menesteres.

Una vez cuando él estaba quejándose de todo, alguien le dijo: "Bien, si es todo tan terrible, ¿por qué no le devuelves la libertad a tu esclavo?"

"¡Estaría bueno", dijo el hombre, "para que me mate!". Pero secretamente el hombre soñaba con la libertad.

¿Y el esclavo? ¿Soñaba también con la libertad? No, él ya había parado de soñar con la libertad hacía años. Lo único que soñaba era en convertirse en el amo y llevar al hombre encadenado y darle latigazos y que le limpiase el trasero. ¡Esto es lo que soñaba!

Los Granjeros a los que se les Daban Bien los Números

Traducido por Gema González Navas

De entre todos los pueblos que el mullah Nasreddin Hodja visitó en sus viajes, había uno que era especialmente famoso porque a sus habitantes se les daban muy bien los números. Nasreddin encontró alojamiento en la casa de un granjero. A la mañana siguiente, Nasreddin se dio cuenta de que el pueblo no tenía pozo. Cada mañana, alguien de cada familia del pueblo cargaba uno o dos burros con garrafas de agua vacías y se iban a un riachuelo que estaba a una hora de camino, llenaban las garrafas y las llevaban de vuelta al pueblo, lo que les llevaba otra hora más.

 "¿No sería mejor si tuvierais agua en el pueblo?", preguntó Hodja al granjero de la casa en la que se alojaba.

"¡Por supuesto que sería mucho mejor!", dijo el granjero. "El agua me cuesta cada día dos horas de trabajo para un burro y un chico que lleva el burro. Eso hace al año mil cuatrocientas sesenta horas, si cuentas las horas del burro como las horas del chico. Pero si el burro y el chico estuvieran trabajando en el campo todo ese tiempo, yo podría, por ejemplo, plantar todo un campo de calabazas y cosechar cuatrocientas cincuenta y siete calabazas más cada año."

"Veo que lo tienes todo bien calculado", dijo Hodja admirado. "¿Por qué, entonces, no construyes un canal para traer el agua al río?"

"¡Eso no es tan simple!", dijo el granjero. "En el camino hay una colina que deberíamos atravesar. Si pusiera a mi burro y a mi chico a construir un canal en vez de enviarlos a por agua, les llevaría quinientos años si trabajasen dos horas al día. Al menos me quedan otros treinta años más de vida, así que me es más barato enviarles a por el agua."

"Sí, ¿pero es que serías tú el único responsable de construir un canal? Sois muchas familias en el pueblo."

"Claro que sí", dijo el granjero. "Hay cien familias en el pueblo. Si cada familia enviase cada día dos horas un burro y un chico, el canal estaría hecho en cinco años. Y si trabajasen diez horas al día, estaría acabado un año."

"Entonces, ¿por qué no se lo comentas a tus vecinos y les sugieres que todos juntos construyáis el canal?

"Mira, si yo tengo que hablar de cosas importantes con un vecino, tengo que invitarle a mi casa, ofrecerle té y halva, hablar con él del tiempo y de la nueva cosecha, luego de su familia, sus hijos, sus hijas, sus nietos. Después le tengo que dar de comer y después de comer otro té y él tiene que preguntarme entonces sobre mi granja y sobre mi familia para finalmente llegar con tranquilidad al tema y tratarlo con cautela. Eso lleva un día entero. Como somos cien familias en el pueblo, tendría que hablar con noventa y nueve cabezas de familia. Estarás de acuerdo conmigo que yo no puedo estar noventa y nueve días seguidos discutiendo con los vecinos. Mi granja se vendría abajo. Lo máximo que podría hacer sería invitar a un vecino a mi casa por semana. Como un año tiene sólo cincuenta y dos semanas, eso significa que me llevaría casi dos años hablar con mis vecinos. Conociendo a mis vecinos como les conozco, te aseguro que todos estarían de acuerdo con hacer llegar el agua al pueblo, porque todos ellos son buenos con los números. Y como les conozco, te digo, que cada uno prometería participar si los otros participasen también. Entonces, después de dos años, tendría que volver a empezar otra vez desde el principio, invitándoles de nuevo a mi casa y diciéndoles que todos están dispuestos a participar."

"Vale", dijo el Hodja, "pero entonces en cuatro años estarías preparados para comenzar el trabajo. ¡Y al año siguiente, el canal estaría construido!"

"Hay otro problema", dijo el granjero. "Estarás de acuerdo conmigo que una vez que el canal esté construido, cualquiera podrá ir a por agua, tanto como si ha o no contribuido con su parte de trabajo correspondiente."

"Lo entiendo", dijo Nasreddin . "Incluso si quisierais, no podríais vigilar todo el canal."

"Pues no", dijo el granjero. "Cualquier caradura que se hubiera librado de trabajar, se beneficiaría de la misma manera que los demás y sin coste alguno."

"Tengo que admitir que tienes razón", dijo Nasreddin .

"Así que como a cada uno de nosotros se nos da bien los números, intentaremos escabullirnos. Un día el burro no tendrá fuerzas, el otro el chico de alguien tendrá tos, otro la mujer de alguien estará enferma, y el niño, el burro tendrán que ir a buscar al médico. Como a nosotros se nos dan bien los números, intentaremos escurrirnos el bulto. Y como cada uno de nosotros sabe que los demás no harán lo que deben, ninguno mandará a su burro o a su chico a trabajar. Así, la construcción del canal ni siquiera se empezará."

"Tengo que reconocer que tus razones suenan muy convincentes", dijo Nasreddin  . El se quedó pensativo por un momento, pero de repente exclamó: "Conozco un pueblo al otro lado de la montaña que tiene el mismo problema que vosotros tenéis. Pero ellos tienen un canal desde hace ya veinte años."

"Efectivamente", dijo el granjero, "pero a ellos no se les dan bien los números."

La Extraña Guerra

Traducido por Gema González Navas

En un planeta extranjero o en otra época, había una vez dos países llamados Aquí y Allí. También había otros países, como Cerca y Lejos, pero esta historia es sobre Aquí y Allí.

Un día la Alteza Todopoderosa de Aquí pronunció un discurso ante sus ciudadanos. Él dijo que la nación de Allí presionaba a la nación de Aquí y que los de Aquí no podían permanecer más tiempo ociosos y ver cómo la nación de Allí utilizaba sus fronteras para confinar a la nación de Aquí.

"¡Están tan cerca de nosotros que no tenemos ni espacio para respirar!", exclamó. "Estamos tan apretados que apenas podemos movernos. Ellos no están dispuestos a moverse ni un centímetro para dejarnos más espacio, para otorgarnos más libertad de movimiento. Pero si a ellos no les apetece ni siquiera hacer ese pequeño gesto por nosotros, entonces tendremos que forzarles.

No queremos una guerra. Si dependiera de nosotros habría paz perpetua, pero me temo que esto no nos corresponde a nosotros. Si no están dispuestos a mover su país un poquito más allá, entonces nos van a obligar a entrar en guerra. Pero nosotros no permitiremos que se nos imponga una guerra. ¡No a nosotros! ¡No permitiremos que nos obliguen a sacrificar a nuestros hijos insensatamente para que nuestras mujeres se queden viudas y nuestros niños huérfanos! Por eso tenemos que minimizar el poder de Allí antes de que nos obliguen a comenzar una guerra. Por ese motivo, queridos ciudadanos, para defendernos, para proteger la paz, para salvar a nuestros hijos, yo declaro aquí formalmente la guerra a la nación de Allí."

Los de Aquí confundidos se miraron unos a los otros. Después miraron a su Alteza Todopoderosa. Y después miraron a las tropas de la policía especial con sus cascos armados y sus rayos láser exterminadores. Permanecieron en la plaza, aplaudieron con entusiasmo y vociferaron: "¡Larga Vida a nuestra Alteza Todopoderosa! ¡Mueran los de Allí!"

Y la guerra comenzó.

En ese preciso día, el ejército de los de Aquí cruzó la frontera. Fue un espectáculo increíble. Los vehículos blindados parecían gigantes dragones férreos que aplastaban todo lo que encontraban a su paso, lanzaban granadas con sus cañones que destrozaban todo y arrojaban gases venenosos que aniquilaban a la gente. Cada uno de ellos iba dejando detrás de ellos cien metros de zona muerta.

Frente a ellos un precioso bosque verde, pero detrás nada.

El cielo se ennegrecía por donde volaban los aviones y la gente que estaba debajo se desesperaba. El ruido les llenaba de pavor. Y donde caía la sombra, también caían las bombas.

Entre los aviones gigantes en el cielo y los vehículos blindados en la tierra, enjambres de helicópteros zumbaban como pequeños y malvados mosquitos. Los soldados, sin embargo, parecían robots de acero en sus trajes blindados que les hacían invulnerables a las balas, gases, venenos y bacterias.

Llevaban en sus manos pesadas armas de combate que podían arrojar proyectiles mortales o rayos láser que fundían todo lo que rozaban.

Así fue cómo el imparable ejército de Aquí avanzó intentando aplastar despiadadamente al enemigo. Pero, extrañamente, no encontraron enemigo alguno.

El primer día, el ejército avanzó diez kilómetros en el territorio enemigo. El segundo avanzó veinte. El tercer día cruzaron un gran río. Allá por donde iban sólo encontraban pueblos abandonados, campos cosechados, fábricas desiertas, almacenes vacíos. "¡Se están escondiendo, y cuando los pasemos, nos atacarán por detrás!", gritó la Alteza Todopoderosa. "¡Buscad en los montones de heno y en las pilas de estiércol!"

Los soldados rebuscaron entre las pilas de estiércol, pero lo único que encontraron en el intento fueron documentos de identidad personal: permisos de conducir, certificados de nacimiento, pasaportes, fotografías, informes escolares, resguardos de facturas de haber pagado la licencia del perro, de la tele por cable y cientos de documentos varios. Y las fotografías habían sido separadas de los documentos que necesitaban identificación fotográfica. Nadie podría explicar qué significaba todo aquello.

Las señales de las carreteras que indicaban direcciones se habían arrancado y girado en la dirección contraria o sobrepintado y eso constituyó un problema. Pero algunos de ellos eran correctos, así que no podían averiguar si estaban o no equivocados. Los soldados continuaban perdidos y compañías enteras eran incapaces de encontrar su camino, las divisiones se descarriaban y muchos echaban la culpa a un general que desertó. Se enviaron conductores de motocicletas en todas las direcciones para buscar a los soldados. La Alteza Todopoderosa tuvo que llamar a los topógrafos y a los profesores de geografía para que el país conquistado fuera mapeado correctamente.

Durante el cuarto día de la campaña, los soldados de Aquí tomaron a su primer prisionero. Él no era un soldado, sino un civil al que habían encontrado en un bosque con un cesto de champiñones en su hombro. La Alteza Todopoderosa ordenó que se le llevara al hombre para ser interrogado por él mismo. El prisionero dijo que se llamaba José García y que se dedicaba a coger champiñones. Dijo también que había perdido su DNI y que no sabía dónde estaba el ejército de los de Allí.

En los días que siguieron a este episodio, el ejército de Aquí arrestó a varios miles de civiles. Todos se llamaban José o María García y ninguno tenía documentos de identidad. La Alteza Todopoderosa estaba cada día más indignada.

Finalmente el ejército de Aquí ocupó su primera gran ciudad. Se veían soldados pintando los nombres de las calles en las paredes por todas las partes siguiendo las indicaciones de los mapas de las ciudades que les había enviado el servicio secreto. Como lo hicieron tan deprisa hubo muchos errores y algunas calles tenían nombres distintos en la acera de la derecha, en la acera de la izquierda, al principio y al final de la calle.

Las compañías de soldados iban y venían por la ciudad sin saber que hacer con un sargento a su frente que tenía un mapa en la mano y que no paraba de vociferar. En general nada funcionaba en la ciudad: ni la central de energía eléctrica, ni la compañía del gas ni la compañía telefónica. Nada funcionaba.

La Alteza Todopoderosa inmediatamente anunció que ponerse en huelga estaba prohibido y que todo el mundo tenía que ponerse a trabajar sin perder tiempo.

Y la gente fue a las fábricas y a las oficinas, pero aun así nada funcionaba. Cuando los soldados iban a preguntar: "¿Por qué nadie trabaja aquí?" La gente respondía: "El ingeniero no está aquí" o "el jefe técnico no está aquí" o "La señora Mengana, la directora no está aquí."

¿Pero cómo se iba a encontrar a la señora Mengana cuando todas las mujeres se llamaban María García? La Alteza Todopoderosa anunció que todos los que no usaran sus nombres reales serían disparados. Entonces los de Allí dejaron de llamarse García y usaron su antiguo nombre. Pero, ¿acaso mejoraba en algo la situación?

Cuánto más avanzaba el ejército en el país, más difícil se ponían las cosas. Muy pronto no fueron capaces de encontrar comida fresca para los soldados; todo se tenía que traer del país de Aquí. El tren no funcionaba; los ferroviarios no estaban en sus puestos de trabajo o conducían las máquinas de acá para allá sin consciencia alguna. Los conductores no podían decidir quién se encargaba de cuál autobús, y naturalmente todos los responsables que sabían como funcionaban las cosas habían desaparecido. Nadie los podía encontrar.

Nadie se metía con los soldados o les hacían daño alguno. Así, muy pronto se despreocuparon y empezaron a caminar por las ciudades con los visores de sus cascos blindados abiertos y a charlar con la gente. Y la gente de Allí, que estaban escondiendo todo lo comible para que los comandos del ejército de Aquí encargados de confiscar no los encontraran, compartían lo poco que tenían con los soldados o intercambiaban lechuga o pasteles caseros por comida enlatada. Los soldados tenían muchísimas latas y estaban ya hartos de ellas.

Cuando la Alteza Todopoderosa lo descubrió, se puso como una fiera y casi le salía espuma por la boca de rabia. Así prohibió a todos los soldados que salieran del cuartel excepto cuando patrullaran con sus unidades. A los soldados no les gustó nada esta orden.

Y el ejército consiguió tomar la capital de Allí, pero aquí también todo era como en cualquier otro lugar de este país. No había señales en las calles, ni números en las calles, ni nombres de familias en las puertas. No había directivos, ni ingenieros, ni jefes técnicos, ni policías ni funcionarios. Las agencias gubernamentales estaban vacías y todos los archivos habían desaparecido. Nadie sabía dónde estaba la administración nacional.

La Alteza Todopoderosa decidió que finalmente tenía que endurecer vilmente su postura. Anunció que se obligaba a todos los adultos a que fueran a sus fábricas y sus oficinas y que se dispararía al que se quedara en casa.

Él mismo fue a la central eléctrica y ordenó a todos los soldados y oficiales, que en su país habían tenido algo que ver con centrales de energía, que le acompañaran. Dio un discurso a los trabajadores y después dijo que habría luz en dos horas. Los oficiales dieron las órdenes y los soldados supervisaron el trabajo y los trabajadores de la central eléctrica trabajaron laboriosamente e hicieron exactamente lo que los oficiales les dijeron. El resultado fue, como era de esperar, un caos horrible y ni rastro de electricidad.

Entonces la Alteza Todopoderosa volvió a llamar a los oficiales y trabajadores de la central y les dijo: "¡Si no hay luz en media hora, os mataré a todos!" Y a raíz de eso, en media hora había luz. Y la Alteza Todopoderosa dijo: "¡Veis holgazanes, sólo os tengo que presionar un poco!", y después fue con sus soldados a la central del gas para hacer exactamente lo mismo.

Pero al día siguiente estaban otra vez sin luz. La Alteza Todopoderosa estaba enojada y cuando él y sus tropas de liquidación marchaban hacia la central eléctrica para acabar con todos los trabajadores, la central estaba vacía y los trabajadores y el personal se habían mezclado entre la gente que estaban en la fábrica y en las oficinas.

La Alteza Todopoderosa ordenó a sus soldados que simplemente reunieran mil personas de la calle y les dispararan.

Pero como la gente de Allí había sido siempre tan astuta siendo agradable con los soldados, la moral de las tropas era tan baja que ninguno estaba preparado para coger mil personas al azar que no habían hecho nada y matarles. Entonces la Alteza Todopoderosa dio la orden a las tropas especiales de liquidación. Pero sus oficiales le hicieron saber que los soldados estaban ya demasiado insatisfechos y podrían llegar a amotinarse si se disparaba a mil personas.

Y la Alteza Todopoderosa recibió cartas de gente que ocupaba posiciones de poder en su país que decían: "Alteza Todopoderosísima: Ha demostrado su talento como mariscal y su genio militar y le felicitamos por sus innumerables y magníficas victorias. Pero ahora le pedimos que vuelva y deje a esos locos de Allí que se las arreglen por sí solos. Nos están costando demasiado. Si tenemos que colocar a un soldado con una metralleta detrás de cada trabajador y amenazarles con dispararles y un ingeniero que les diga lo que tienen que hacer, entonces, toda la historia de esta conquista no nos merece para nada la pena. Por favor, vuelva a casa porque nuestro amado país ha estado ya privado de su brillante presencia durante demasiado tiempo."

Entonces la Alteza Todopoderosa ordenó a su ejército que recogiesen, que confiscasen la maquinaria que encontrasen útil y cualquier objeto valioso que pudieran transportar y que volvieran a casa.

"¡Hicimos lo que pudimos!", gruñó. "¡Vaya cobardes! ¿Qué harán esos locos ahora? ¿Cómo van a averiguar quién es un ingeniero, quién es un doctor y quién un ebanista sin tener certificados ni diplomas? ¿Cómo van a decidir quién va a vivir en un chalet o en un apartamento, si no pueden comprobar qué corresponde a quién? ¿Cómo se las van a arreglar sin derechos de propiedad, sin informes policiales o permisos de conducir, sin títulos ni uniformes? ¡Menuda confusión tendrán! ¡Y todo eso para no tener que enfrentarse en guerra con nosotros, esos cobardes!"

Arobanai

Traducido por Gema González Navas

Arobanai sacó su cabeza del agua del río. Frente a ella estaba Apa Lepo bajo el sol de la tarde. Se oían truenos a lo lejos, pero la lluvia no vendría hasta más tarde. Eso les dejaba suficiente tiempo para montar las cabañas. En el césped del claro, los niños estaban jugando. Se veían fardos por todos lados en el suelo. Los hombres, que habían estado allí antes, habían dejado los bultos al lado de los lugares en los que querían montar sus cabañas y habían salido inmediatamente a cazar. Las mujeres que tenían niños se habían quedado un poco rezagadas porque querían recolectar los champiñones y las raíces que se encontraran en el camino. Arobanai se dio un buen chapuzón en el agua. Era maravilloso llegar a un nuevo campamento y poder lavarse para quitarse el polvo y el sudor del camino y de los campamentos anteriores. Un nuevo campamento era siempre un nuevo comenzar lleno de posibilidades y proyectos. Ella se sacudió el agua de su corto y rizado cabello y vadeó hasta la otra orilla del río. Después alzó su bulto bien alto sobre su cabeza y cruzó el río hasta la otra orilla. Sabía que cuando alzaba sus brazos de esa manera le sobresalían los pechos, el agua del río hacia su cuerpo brillar y todas sus formas se veían todavía más bellas. Al otro lado del río se veía a los chicos salir del bosque con sus presas. Arobanai pensaba que Apa Lepo era el mejor de todos los campamentos en los que había estado. Los Lepo habían hecho está vez un campamento en círculo de manera que parecía casi una isla. En el centro de la isla los árboles se encontraban separados y formaban un claro natural, pero por arriba, sus cimas casi se tocaban permitiendo así que hubiera mucha luz pero que nunca deslumbrara. Y más o menos en el centro de la isla, un grupo de árboles dividía el claro en casi dos idénticas mitades. Los niños habían elegido ya su lugar de juego al lado del río bajo los árboles: lugar un poco alejado del claro dónde estaban las cabañas pero al mismo tiempo cerca de ellas para estar a salvo.

Arobanai buscó el fardo que pertenecía a su padre Ekianga. Su madre no había llegado todavía. Lo primero que hizo fue desatar el fardo de hojas en las que había envuelto unas ascuas candentes, colocó unos pocos palitos secos sobre ellas, sopló los trozos de carbón, todavía rojos y ardientes, y las llamas alcanzaron las astillas encendiendo el fuego.

Poco a poco la gente empezó a llegar. Algunos hombres trajeron carne y después se fueron otra vez a cortar palos y hojas. Las mujeres encendieron los fuegos y se pusieron a cocinar. Casi todas habían traído champiñones y raíces. Los niños también los habían traído bajo el brazo. Y así, cocinaron una salsa en los cuencos de las calabazas y le echaron trozos de carne.

Cuando los hombres volvieron con cañas y grandes montones de hojas anchas de mongongo, las mujeres empezaron a construir las cabañas. Clavaron las cañas en el suelo formando un círculo y después unieron los cabos con lianas para formar la bóveda de la cabaña. Entretejieron palos más pequeños en la estructura de la cabaña y ataron las anchas hojas con forma de corazón al techo de la cabaña. La gente que había salido más tarde o que había interrumpido su viaje para ver si encontraban algún manjar todavía estaba llegando. Las mujeres que ya estaban acabando de construir sus cabañas se reían y les decían que se dieran prisa o acabarían encharcados porque las nubes y la lluvia se estaban acercando al campamento.

Pero los hombres que ya habían traído a las mujeres materiales de construcción, volvieron a adentrarse en el bosque para cortar más cañas, palos y hojas para los que había llegado tarde. Los que eran parientes y amigos construían sus cabañas muy cerca unas de las otras. Las familias que no se llevaban muy bien entre ellas se ponían cada una en una punta del campamento, y si eso no era posible colocaban sus cabañas de una forma que las entradas a las mismas estuvieran en dirección opuesta.

La llegada de las nubes y la tormenta hizo que anocheciera pronto. La gente metió los fuegos en las cabañas. De vez en cuando movían la posición de una u otra hoja para que no entrase agua en la cabaña. Pero por suerte no llovió mucho y al rato los fuegos volvieron a estar ardiendo al lado de las cabañas. Las mujeres arreglaron los tejados y los hombres volvieron tranquilamente una vez más al bosque, con sus arcos y sus flechas, para ver si, por si acaso, cazaban algún pájaro o algún mono más antes de que se hiciera de noche. El humo salía de las cabañas y una neblina azul cubría el campamento. Esta neblina de repente se volvió naranja, dorada y rojiza cuando las nubes se separaron y los rayos del sol aparecieron en el cielo.

Arobanai descansaba en la cabaña de sus padres mientras cogía a su sonriente hermanito por un brazo y le levantaba las piernas. Se podía escuchar cómo charlaban las familias de las cabañas de alrededor y cómo, de vez en cuando, alguien inesperado soltaba un comentario que causaba un arrebato de risa.

Kenge, un joven cazador todavía soltero, había construido una de las cabañas de al lado. Gran parte de los chicos jóvenes se habían reunido con él en su cabaña. Arobanai escuchaba sus conversaciones sobre los animales que iban a cazar en este campamento y sobre las chicas con las que querían ligar. Cuando oyó a Kelemoke decir su nombre, ella le gritó: "¡Tienes las piernas demasiado torcidas para mi gusto! ¡ Además, primero tienes que ser un cazador, cachorrito!" Los chicos se rieron estruendosa y compulsivamente sin parar dándose incluso golpes en el pecho y en las piernas de la gracia que este comentario les había provocado. Kelemoke era uno de los que corrían más habilidosamente, y, además, ya había cazado un búfalo el solito.

Ekianga, sin gritar, simplemente en voz alta, pero de una forma que se le podía oír desde al menos cinco cabañas, dijo: "Nos vais a dar dolor de cabeza a todos con vuestros gritos. ¡Tengamos un poquito de paz para que podamos dormir!"

Esto hizo que los chicos siguieran con su conversación en tono más bajo, casi susurrando, y sólo de vez en cuando se les oía entrar o salir de la cabaña. Arobanai sonrió presintiendo que éste iba a ser un buen campamento en el que se lo pasaría muy bien.

Pero por la mañana, la tristeza inundó el campamento. Arobanai se levantó al oír un incesante y horrible grito, el terrible lamento de una persona que había caído en total desgracia. Todos salieron corriendo de sus cabañas. Balekimito, una de las tías del padre de Arobanai y  la madre de Amabosu y Manyalibo, estaba muerta, muy muerta. Esta señora mayor, enormemente respetada por todos y abuela en muchísimas ocasiones, estaba enferma ya antes de trasladarse a este nuevo campamento. Sus hijos, Amabosu y Manyalibo, no habían querido dejarla allí. Ellos se habrían quedado con ellas hasta que mejorara, pero las oportunidades de caza en el antiguo campamento eran muy malas y Balekimito había insistido en ir con todos cuando se fueran de allí. Pero el camino la había debilitado y ahora estaba tan muerta que pronto se moriría para siempre. Sus parientes se habían agrupado en su cabaña. Sus hijos iban de arriba a abajo con las caras llenas de lágrimas. Su hija Asofalinda intentaba calmar a sus hermanos pero éstos se deshacían en lágrimas junto a la cama de la anciana. Solamente Balekimito permanecía tranquila entre los lamentos y los llantos de la multitud. Buscó las manos de sus hijos, arrimó a su hija hacia ella y les susurró: "Estoy con mis hijos. No estoy muriendo sola. Esto es maravilloso."

Con sus ojos todavía alerta, miró alrededor de la cabaña y descubrió a su sobrinanieta Arobanai. Le indicó con su mano, que era transparente como una hoja seca, que se acercara. "Te has puesto muy bonita," le susurró. "¿Te has echado ya un novio?" Ella hizo una mueca sonriente y agarró la muñeca de Arobanai fuertemente. Arobanai, paralizada y sorprendida, estaba arrodillada al lado de la cama de la anciana. Balekimito se echó a dormir, pero no dejó de agarrar fuertemente. La chica seguía de rodillas. Los hombres y mujeres continuaban sollozando silenciosamente, para no molestar a la anciana en su sueño. Cuando el sol estuvo en lo más alto del campamento, Balekimito dejó de respirar.

Ahora no había razón alguna para contenerse. Asofalinda de repente cogió la cuerda de cáñamo que tenían sus manos e hizo un nudo alrededor de su cuello. Tres hombres tuvieron que pararla para que no se hiciera daño. Los niños se acercaban a la cabaña y después salían corriendo. Se tiraban al suelo y empezaban a dar patadas a la tierra rabiosa y desamparadamente. El anciano Turgana y su mujer Bonyo estaban de rodillas al lado de su cabaña con las lágrimas cayéndoles por sus mejillas arrugadas. Arobanai, todavía paralizada por la pena, estaba apretujada por la gente que lloraba y sollozaba. Y los sollozos y los llantos nunca cesarían porque Balekimito no se despertaría jamás. Ella estaba muerta, no sólo muerta, ella estaba muerta para siempre y estaría siempre tendida ahí de esa manera y agarrando su muñeca.

Sólo cuando la madre de Arobanai Kamaikan se acercó y movió suavemente los dedos de la persona muerta, Arobanai pudo también romper a llorar, retorcerse en el suelo y expresar su miedo y su dolor.

El campamento empezó a calmarse lentamente según anochecía. Abatidos por la pena todos permanecían al lado de sus cabañas. Entonces, el viejo Moke se acercó al centro del campamento y empezó a hablar en voz baja. La gente se acercó a él para poder oírle y él dijo con su tranquila y melódica voz: "No es bueno que estemos todos sentados, tristes y sin hacer nada. Los fuegos se están apagando y nadie va a cocinar la cena. Mañana todo el mundo tendrá hambre y estará muy débil y cansado para ir de caza. Ella, que fue una buena madre para todos nosotros, murió en paz. Todo el mundo debe alegrarse porque ella vivió muchos años y tuvo una buena muerte." Todo el mundo asintió en silencio.

Manyalibo dijo: "Sí, tienes razón. Todo el mundo debe estar alegre. Tanto lamento no ayudará a nadie. Debemos parar y hacer una fiesta. Vamos organizar una fiesta en honor del Molimo."

Y Njobo, el gran cazador que había matado a un elefante él solo, dijo: "Sí, su muerte es un gran evento y deberíamos hacer una fiesta. ¡Lo celebraremos hasta que tengamos luna llena una, dos e incluso tres veces!"

Al día siguiente, dos hombres jóvenes fueron de cabaña en cabaña con un cordel hecho de lianas. Lo arrojaban en cada cabaña y esperaban. Los residentes de la cabaña ataban unos pocos plátanos o raíces o un trozo de carne seca. Los jóvenes hacían como si tuvieran que luchar por coger las ofrendas. Después iban a otra cabaña. Pronto consiguieron tener un cesto bien lleno de ofrendas sobre el astil que estaba cerca del fuego del Molimo.

Durante todo el día los jóvenes actuaron rodeados de secretismo en todo lo relacionado con el Molimo. Las mujeres no podían ver el Molimo. Los jóvenes señalaban que el Molimo era peligroso porque era un gran animal del bosque y sólo los hombres podían encargarse de él. Arobanai, quien estaba con sus amigas rasgando la corteza interna de las ramas para conseguir material para hacer cuerdas, quería protestar. Su tía tranquilamente agarró su brazo, le sonrió y movió su cabeza indicando calma. Por la noche, después de la cena, las mujeres se retiraron apresuradamente con los niños a sus cabañas. Los ancianos, los cazadores y los muchachos se reunieron en torno al fuego y comenzaron a cantar.

Arobanai jugaba con su hermano pequeño mientras los hombres cantaban fuera. Cuando Arobanai estaba a punto de dormirse, su madre Kamaikan le dio un empujoncito. Entre el resplandor de las ardientes ascuas, Arobanai pudo ver que su madre sonreía y señalaba hacia fuera de la cabaña. Ella escuchó. Los hombres cantaban y Kamaikan, en voz baja para que ellos no pudieran oírla, se puso a tararear la canción que cantaban:

"Nos rodea la oscuridad, inmensa oscuridad.
La oscuridad nos rodea, inmensa y negra oscuridad.
Pero si hay oscuridad,
será porque la oscuridad es buena.
La oscuridad nos rodea, inmensa y negra oscuridad,
pero si hay oscuridad,
y la oscuridad pertenece al bosque,
será porque la oscuridad es buena."

Cada noche los hombres cantaban las canciones del Molimo. Y las mujeres se retiraban a sus cabañas y hacían como si todo eso no fuese con ellas. Cuando los hombres cantaban, el gran animal del bosque les respondía. Contestaba con la voz de un búfalo, con la voz de un antílope, con la voz de un elefante. Contestaba con las voces de los pájaros, de los leopardos y de los monos. Y entonces los hombres cantaban y tarareaban sus canciones alrededor del fuego. Las canciones venían de cerca, de lejos, del norte y del sur.

Algunas noches los hombres cantaban hasta el amanecer. Todos los hombres tenían que participar y pasar toda la noche cantando y comiendo, comiendo y cantando. Se decía que si uno de ellos se dormía, el gran animal del bosque vendría y se lo comería.

"¡No tendrían que actuar así!," dijo malhumoradamente Akidinimba, mientras cogía bayas con Arobanai y las otras chicas. "Sé lo que es. Es un gran tubo hecho de bambú. Lo soplan y gritan y cantan. Ayer fue Ausu quien corría por el bosque con el tubo."

"¡Tiene una voz preciosa!," dijo Arobanai.

"¡Se supone que no tenemos que hablar de esas cosas!," dijo Kidaya. "Las mujeres no hablan de esas cosas!"

Pero por la noche,  mientras los hombres cantaban, Kamaikan sonreía y tarareaba con ellos, y la tía Asofalinda contó una historia: "Una vez, hace mucho tiempo, el Molimo pertenecía a las mujeres. Las mujeres cantaban las canciones y corrían por el bosque con el Molimo. El bosque nos es favorable y cuida de nuestros hijos y por eso le cantamos canciones, para hacerlo feliz. Pero algunas veces, cuando el bosque duerme, suceden desgracias. Entonces, despertamos al bosque; cogemos el Molimo para que el bosque se despierte y no olvide a sus hijos en su sueño."

"¿Y por qué se encargan los hombres ahora del Molimo?"

"Oh, los hombres. Ellos siempre creen que lo saben todo. Dicen que son grandes cazadores y que saben cómo ocuparse de los animales del bosque."

Y Kamaikan sonrió misteriosamente y le dijo a Arobanai que tuviera paciencia.

La quinta noche del Molimo, Kelemoke vino a verla a su cabaña. Arobanai estaba sorprendida. "¡Si no cantas con los hombres, el gran animal del bosque te comerá!," dijo y le dio un pellizco en el costado. Kelemoke se rió en voz baja. "¿Por qué me va a comer a mí? Tu madre y tu tía están durmiendo. Tu padre está cantando. ¿Qué mejor tiempo que éste para el amor? ¿Por qué me va a comer a mí el animal del bosque si estamos haciendo lo que todo el mundo hace?"

De vez en cuando, Kelemoke encontraba una ocasión para escaparse del Kumamolimo. Arobanai salía silenciosamente de la cabaña y normalmente se encontraban en el bopi, el lugar de juego de los niños. Allí se reían juntos, susurraban y jugaban al juego del amor. Era todavía más excitante cuanto más prohibido. Un chico y una chica del mismo grupo de caza no se podían casar. Y Arobanai sabía con quién se tenía que casar. Era Tumba, un chico que cazaba en el grupo de Abira y Motu. Pero, mientras tanto, por qué no divertirse con Kelemoke, el cazador más fuerte de todos los jóvenes, quien podría haber tenido una mujer hacía mucho tiempo si no hubiera tenido que esperar tanto. Tenía que esperar hasta que una chica de su familia estuviera en edad casadera y al mismo tiempo una chica de otro grupo se le propusiera. Entonces, podían intercambiar: la pariente femenina se casaría con un hombre del grupo de la chica, y él podría casarse con la chica. Si los cazadores no cambiaban sus 'hermanas', era probable que un día un grupo se quedara sin mujeres. Ninguna chica hubiera dicho no a Kelemoke, pero ella, Arobanai, era la más bonita y por eso él la había elegido. Ninguna chica tenía los pechos tan bellos como ella, las piernas tan esbeltas o el trasero tan redondo. Cuando la luna la bendijese con sangre, entonces habría siempre tiempo para casarse.

El día siguiente trajo debates acelerados y varios altercados. Sefu, el buscapleitos de siempre había llegado. No es que no le quisieran, después de todo era un astuto juerguista. El problema es que siempre montaba su propio campamento tan sólo a cincuenta pasos de distancia del campamento principal. Él se creía que era el jefe de cinco familias. ¿Cómo podían tan sólo cinco familias ser capaces de organizar una cacería? "Será lo mismo que la última vez," dijo Asofalinda, la hermana de Ekianga. "Si necesita algo dirá que forma parte de nuestro campamento, pero si trae algo que nos gusta, entonces dirá que estaba sólo de paso." Ella imitaba la quejumbrosa voz de Sefu. Cuando habían parado de reír, Masisi, que era pariente de Sefu, dijo: "Es bueno que tengamos muchos cazadores y muchas redes para las fiestas del Molimo." A lo que Asofalinda contestó: "¡Sí, y muchos para comer!"

Y sucedió que Asofalinda tenía razón. Sefu casi nunca ofrecía nada para el Kumamolimo y la cesta de la comida tenía que estar llena cada día. "No es mi Molimo," decía durante el día. Pero cuando él había dado algo, o mejor, cuando alguien de su campamento daba algo, entonces Sefu venía y devoraba increíbles porciones. Cuando había comido su lote, cantaba un poco y aprovechaba la primera oportunidad para desaparecer y volverse a su cabaña. "Si no se comporta como debe," los jóvenes amenazaron, "iremos a buscarle a su cabaña, y si le encontramos durmiendo, le clavaremos al suelo con nuestras lanzas, y cuando esté muerto del todo, le enterraremos bajo el fuego del Molino. Le diremos a su mujer que el animal del bosque se lo comió y entonces nadie hablará más de él."

Pero, como era de esperar, las cosas no fueron más allá de las amenazas. Sefu dijo: "¿Por qué no puedo irme a dormir cuando tengo sueño? Nadie será tan animal como para no dejar a un hombre cansado que se vaya a dormir. Además, este Molimo no es mi Molimo. ¡Sólo he venido a ser simpático, a demostrar mi respeto al Molimo, y vosotros me amenazáis con flechas!"

Es verdad que por las mañanas el Molimo casi siempre le regañaba por su conducta. Por las mañanas el Molimo solía venir al campamento rodeado a escasa distancia de los jóvenes para que nadie le viera. Los jóvenes jugueteaban y corrían con el Molimo alrededor de las cabañas y golpeaban los techos de las cabañas de aquellos que se habían portado mal el día anterior. Los jóvenes golpeaban los techos y movían las paredes. La cabaña de Sefu era frecuentemente zarandeada por los jóvenes, pero también las de las parejas que habían discutido en voz alta, las de los cazadores que se habían ausentado a menudo de la cacería y las de las chichas que habían flirteado sin problemas con chicos que eran sus parientes. El Molimo no respetaba a nadie. Al que se le regañaba se tenía que aguantar.

Los días en Apa Lepo eran maravillosos. Arobanai acompañaba de vez en cuando a los cazadores. Por las noches, los hombres solían discutir donde irían a cazar al día siguiente. Los hombres y los jóvenes intercambiaban su opinión sobre los caminos que habían encontrado y comparaban las posibilidades de encontrar venado en este o aquel lugar. Las mujeres también expresaban sus opiniones, sobre todo en lo relacionado a los frutos del bosque que querían recolectar antes y después de la cacería. El primer grupo de hombres jóvenes salía justo después del amanecer con sus redes y flechas y una carbón en ascuas para empezar el fuego de la cacería. El fuego era el regalo más maravilloso del bosque y como tal había que devolver el fuego al bosque para que éste estuviese de buen humor y bendijera a sus hijos con una buena cacería. Cuando el fuego de la cacería empezaba a arder, los otros cazadores aparecían. Y las mujeres y los niños también iban al bosque a recoger champiñones y bayas. También recogían dulces y sabrosas raíces siguiendo las lianas de ciertos árboles hasta llegar a donde se escondían en el suelo.

Una mañana cuando todos los cazadores estaban reunidos echaron en falta a Sefu. Se imaginaron que había abandonado su campamento, pero era raro que no hubiese pasado primero por el fuego de la cacería. Se encogieron de hombros ignorando de qué se podría tratar y alguien sugirió que quizás él había comenzado un nuevo fuego de cacería. No, gritaron todos al unísono, ni siquiera Sefu se atrevería a hacer algo semejante. Cuando llegaron al sitio en el que habían decidido el día anterior echar las redes, Sefu estaba allí. Había encendido un fuego y estaba comiendo plátanos asados. Ekianga y otros cuantos hombres fueron a ojear el territorio para después aconsejar a los hombres dónde debían echar las redes. Las mujeres cogieron sus fardos y se adelantaron con los niños.

Todo el mundo paró de charlar y farfullar y se adentraron en el bosque con un silencio absoluto. Los hombres también se dispersaron. Todos sabían exactamente dónde echar las redes, que medían más de cien pies de largo cada una, de manera que todas juntas formaran un largo semicírculo. Cuando Ekianga dio la señal con el canto del pájaro kudu, las mujeres y los niños, formando una larga fila, corrieron hacia el bosque gritando y ululando. Arobanai espantó a un sondu. Un antílope asustado saltó de entre los arbustos. "Seguro que caerá en la red de Kelemoke," le dijo con alegría a Kidaya, quien corría a su lado.

Cuando alcanzaron a los cazadores vieron que Kelemoke ya lo había matado. Su madre estaba poniendo las mejores piezas en su cesto. Las otras mujeres se agrupaban en torno a ellos dos, "¡Mi marido te prestó su lanza!" - "¡Dimos de comer hígado a tus hermanas cuando tenían hambre y tu padre no estaba en casa!" - "¡Mi padre y el tuyo siempre han cazado juntos!", gritaban. Kelemoke estaba feliz en su papel y con un gesto elegante repartió la carne entre las mujeres sin tener en cuenta sus razones. Él sabía de antemano quién merecía qué.

Sefu llegó gimoteando y diciendo que no había tenido nada de suerte. Pero nadie le ofreció una parte de su caza. Fue hacia las mujeres y les dijo: "Estáis desviando al venado de mis redes a propósito. ¿Por qué no lo echáis en mi dirección también?"

"Pero bueno, tu también tienes a tus mujeres. ¡Ve y quéjate a ellas!"

"Oh, pero ellas son perezosísimas."

Las mujeres se rieron de él y se encogieron de hombros.

Kelemoke dio a la madre de Arobanai un trozo especialmente bueno del muslo. Arobanai ya se había encaminado hacia el campamento con su cesta, que estaba llena de carne y nueces. Ella quería volver cuando los cazadores echaran las redes por tercera vez. Caminaba con Kidaya, quien le pedía que le contase todo sobre Kelemoke, pero Arobanai sólo se reía y contaba cosillas. Por el camino se encontraron con el viejo Moke, que había visto huellas de leopardos. Al llegar al campamento contaron lo que habían oído de los leopardos a las otras chicas y a las mujeres del campamento. "¡Los hombres se asustarán cuando vean esas huellas!", gritaban con risotadas. Arobanai se puso de rodillas e imitó el caminar del leopardo. Las otras mujeres formaron una fila, como si fueran cazadores que se movían en el bosque como un solo hombre. El leopardo les saltó encima, pero los cazadores se subieron a los árboles chillando como locos.

Después de que casi se murieran de la risa, Arobanai decidió volver con los cazadores al bosque. Pero los hombres volvieron de la cacería antes de lo esperado, enfadados y vencidos. Nadie quería decir lo que había pasado. Sólo Kelemoke gruñó: "¡Ese Sefu está dando demasiado la lata!" Y Kenge dijo: "¡Hasta ahora siempre le hemos tratado como a un hombre, pero es un animal y deberíamos tratarlo como a un animal!" Y, diciendo eso, lanzó un grito en dirección al campamento de Sefu: "¡Animal, animal!". Pero Sefu no había llegado todavía.

Él llegó más tarde con un grupo de cazadores viejos. Sin decir una palabra a nadie, se fue directo a su campamento.

Ekianga y Manyalibo, que llegaron los últimos, se pusieron en cuclillas frente al fuego del Molimo. "¡Ese Sefu nos ha deshonrado a todos!", dijo Ekianga sin dirigirse a nadie en particular. Y Manyalibo dijo: "Sefu ha faltado el respeto al Kumamolimo. Daremos por concluido las festividades. Lo mejor será que nos vayamos a un nuevo campamento."

"¡Que venga aquí todo el mundo!," dijo Ekianga. "¡Que venga todo el mundo al Kumamolimo porque éste es un asunto muy serio y lo tenemos que solucionar inmediatamente!"

Todo el mundo se reunió; se sentaron en bancos hechos de cuatro ramas unidas o en troncos. Kenge volvió a gritar en dirección al otro campamento: "¡Eh, tú, animal, ven aquí, animal!" Los chicos se rieron, pero los hombres les ignoraron.

Sefu se acercó tranquilamente intentando parecer completamente inocente. Miró alrededor pero nadie le ofreció un sitio para sentarse. Se acercó a Amabosu, el chico más joven, y le quitó su banco. "¡Los animales se sientan en el suelo!," dijo Amabosu. Sefu estaba a punto de llorar: "Soy un viejo cazador y un buen cazador también. No es justo que todo el mundo me trate como a un animal." Finalmente Masisi dijo a Amabosu que debía levantarse y devolver el banco a Sefu.

Entonces, Manyalibo se levantó y empezó a pronunciar un discurso: "Todo el mundo quiere que este campamento sea un buen campamento. Y todo el mundo quiere que las fiestas del Molimo sean unas buenas fiestas. Pero Sefu está destrozando todo. El campamento ya no es un buen campamento y las fiestas ya no son unas buenas fiestas. Cuando su hija murió, él nos agradeció que nos ofreciéramos a preparar un Molimo para él. Pero ahora que su madre ha muerto, no quiere dar nada para el Kumamolimo."

"¡No era mi madre!," dijo Sefu insolentemente.

"¿Que no era tu madre?", gritó Ekianga. "Ella era la madre de todos los que formamos el campamento. ¡Ojalá te caigas sobre tu lanza y te mueras como un animal! Un ser humano no roba carne de sus hermanos. ¡Sólo un animal hace algo así!", Ekianga sacudió su puño furiosamente.

Sefu comenzó a llorar. Por fin Arobanai se dio cuenta de lo que había sucedido. En la segunda cacería, Sefu había colocado su red delante de las otras redes y de esa manera pudo coger el primer grupo de venado al que se había asustado. Pero le pillaron. Ahora se excusaba diciendo que todo había sido un malentendido. Decía que había perdido de vista a los otros cazadores y que no había sido capaz de encontrarlos. Ésa era la única razón por la que había echado su red y había pasado lo que había pasado.

"Sí, sí, seguro," dijo el viejo Moke. "Te creemos. No deberías causar tantos problemas. Si nuestra madre muerta no era tu madre, entonces tú no eres de los nuestros. Puedes echar tu red donde quieras, cazar donde quieras cazar y montar tu campamento donde lo quieras montar. Nos iremos lejos de aquí y montaremos nuestro campamento en otro lugar, así no te molestaremos más."

Sefu tuvo que admitir que se había equivocado. Con un grupo de cuatro familias le sería imposible organizar una cacería. Se disculpó y dijo que sólo había sido un malentendido, pero que devolvería toda la carne.

"Entonces está bien," dijo Kenge y se levantó inmediatamente. Los otros también se levantaron y fueron con Sefu a su campamento. Allí le dijo a su mujer desagradablemente que devolvieran la carne. Los jóvenes revolvieron todas las cabañas y buscaron la carne que estaba escondida bajo los techos. Incluso las cacerolas de la comida estaban vacías. Sefu intentó dar pena llorando, pero todos se rieron de él. Mantuvo la respiración y se agachó implorando: "Moriré de hambre y toda mi familia también. Todos mis parientes morirán también porque mis hermanos se están llevando mi comida. Moriré porque nadie me respeta como me merezco."

Le dejaron llorando a lágrima viva y volvieron al Kumamolimo. El festín era de nuevo un festín y todo el mundo cantaba, bailaba y comía. A lo lejos se podía oír a Sefu lamentándose. Las mujeres se metían con él e imitaban su lloriqueo. Pero cuando todo el mundo había comido, Masisi llenó un cazo con carne y salsa de champiñones que su mujer había cocinado y desapareció. Un poco más tarde los lamentos pararon.

Por la noche cuando Arobanai se escapó de la cabaña para encontrarse con Kelemoke, vió a Sefu sentado cantando con los hombres en el fuego del Molimo. Un hijo del bosque como todos los demás.

Arobanai había experimentado esas situaciones muchas veces. Discutían, se quejaban, se amenazaban, pero los hijos del bosque se necesitaban unos a los otros. Uno solo, sin los otros, no podía sobrevivir. Por eso siempre había una solución, una salida del problema. Aquel que tenía algo de que quejarse salía en mitad del campamento y empezaba a protestar, maldecir o exponer su caso de malos modos. Pero casi siempre, los miembros del campamento a los que se pedía ayuda no se la negaban a aquellos que se habían equivocado, actuado mal o causado problemas. Un buen campamento era un campamento en paz. Un campamento que no paraba de discutir era también un campamento hambriento. En la mayoría de las ocasiones el humor se encargaba de solucionar los problemas. Y todos olvidaban y perdonaban rápidamente, tanto los que habían sido ofendidos como los que habían ofendido.

Arobanai se acordaba cuando la tía Kondabate tuvo una riña con su marido. Estaba tan enfadada que empezó a quitar las hojas del tejado de su cabaña. Estaba en su derecho porque, después de todo, ella había sido la que había construido la cabaña. Su marido observó todo el espectáculo en silencio. Ella continuó desmontando hojas del tejado. En ese momento el marido debería haberse acercado y arreglado la situación porque cuando una mujer destroza una cabaña significa el fin del matrimonio. Pero el marido de Kondabate no dijo nada y ella continuó desmontando la cabaña hoja por hoja. Las lágrimas habían empezado a caer por sus mejillas, pero el hombre continuaba firme. Después de un rato, el hombre dijo: "¡Kondabate, hará mucho frío esta noche!" Pero ella siguió destrozando la cabaña. ¿Qué otra cosa podría hacer? Ella no podía consentir que le avergonzasen así. Cuando no hubo más hojas, con las lágrimas en los ojos, continuó quitando las cañas. Todo el mundo miraba lo que pasaba embelesado porque cuando sacara las últimas cañas del suelo, tendría que preparar su fardo e irse al campamento de sus padres. El marido de Kondabate estaba a punto de llorar porque la amaba con todas sus fuerzas y no quería divorciarse. Pero si él cedía ahora tendría que aguantar la risa de sus amigos tomándole el pelo. Todo el mundo podía ver cómo estaba maquinando algo. Por fin dijo tranquilamente: "¡No tienes que desmontar las cañas también, sólo las hojas están sucias!"

"¿Qué?", gritó Kondabate sorprendida. Pero luego entendió y aliviada dijo: "Sí, estas hojas están llenas de bichos." Y juntos se fueron al río a lavar las hojas. Después las volvieron a colgar en la cabaña. Nunca antes se había visto algo semejante como lavar las hojas. Pero Kamaikan, la madre de Arobanai, cogió unas cuantas hojas del techo de su cabaña y murmuró: "¡Estos bichos son una verdadera molestia!" Y ella también fue al río a lavar las hojas como si fuera una cosa normal. Y durante varios días las mujeres fueron también al río a 'liberar' las hojas de bichos mientras contenían sus risas.

Los días, al igual que el río Lelo, pasaban rápidamente. El bosque hacía regalos a sus hijos: nueces y raíces, bayas y frutas, champiñones y carne. Los jóvenes enseñaban los animales que habían cazado y flirteaban con las chicas. Los ancianos se paseaban por los alrededores del campamento, pero normalmente se sentaban a la sombra y hablaban durante horas de las historias de antaño. Los niños jugaban cerca del río, subían a los arbolitos en grupos pequeños y cuando los arbolitos se balanceaban y se inclinaban hacia el río saltaban al río. Los que no eran suficientemente rápidos salían rebotados por el árbol. Los hombres hacían arcos pequeños con flechas sin punta para que los niños y niñas jugaran a cazar ranas. Las mujeres enseñaban a las niñas a construir cabañitas y las niñas también cocinaban, con gran seriedad, comiditas de barro y nueces para sus amiguitas. Después iban a las cabañas y jugaban a hacer niños como habían visto hacer a sus padres. En sus juegos, probaban todo lo que más tarde, cuando crecieran, tendrían que ser capaces de hacer y sin darse cuenta, esos juegos se convertirían en las cosas importantes de la vida. Los niños llamaban a todos los adultos 'madre' o 'padre' y a todas las personas mayores 'abuelo' o 'abuela'. Siempre encontraban a alguien que se hacía pasar por búfalo o leopardo, que se dejaba cazar y jugaba con ellos saltando, tendiéndoles emboscadas y comiéndoselos a todos mientras todo el mundo reía y se divertía.

Y allí, cerca del fuego del campamento, seguía estando el astil que sostenía la siempre llena cesta de la comida para recordar a todo el mundo que cada día era un día de fiesta y que el bosque se acordaba de sus criaturas y quería ser feliz con ellos.

En uno de aquellos días, Kidaya fue bendecida con la sangre. Ella compartió alegremente este acontecimiento con sus amigas. Unos días después fue el turno de Arobanai. Ahora, además del Molimo, tendría que celebrarse también la fiesta de la Elima. La tía Kondabate construyó un anexo en su cabaña y las chicas y sus amigas se trasladaron allí para aprender de ella las canciones que sólo las mujeres cantaban.

Llegaron al campamento unos invitados. La gente decía que eran una pareja de ancianos que normalmente vivían en un grupo en el norte. Primero se quedaron en el campamento de Sefu donde el hombre tenía un pariente. Después se trasladaron al campamento principal. El anciano Moke les saludó muy respetuosamente. La mujer fue directamente a la cabaña de Kondabate, quien la recibió con grandes reverencias. Las chicas la miraban con un poco de vergüenza. La señora mayor se arrodilló y estuvo cantando y practicando con las chicas. Pero ella no cantaba las canciones de las mujeres, las canciones de la Elima, sino que cantaba las canciones del Molimo reservadas a los hombres. Eso asustó a las chicas, pero Kondabate asintió solemnemente y empezó a cantar también. Las chicas se unieron tímidamente a los cantos.

Esa noche no había una, sino cuatro cestas llenas de comida colgadas del astil del Kumamolimo. Manyalibo cogió unas ascuas ardientes de cada cabaña para encender el fuego del Molimo. Los hombres y los chicos estaban muy nerviosos y excitados cuando comenzaron a cantar. Después llegaron las chicas de la cabaña de la Elima dirigidas por la anciana. Ella cogió ascuas del fuego del Molimo y encendió un segundo fuego junto al primero. Las mujeres se reunieron en torno a este último. Las chicas, quienes se habían pintado con tintura de gardenias negras, bailaron en fila mientras la mujer cantaba las canciones del Molimo cada vez más alto y enérgicamente. Esa noche las mujeres lideraban los cantos y los hombres se unían a los cantos. La anciana mujer del norte se sentó al lado del fuego que había encendido y fijó sus ojos en las llamas. Frente a ella se sentó Kondabate, la bella Kondabate. Como si estuviera hechizada por la mirada de la anciana, ella también fijó la mirada, sin moverse, en las llamas. Entonces la anciana empezó a mover sus manos imitando un baile. Separó y movió sus delgados y secos dedos; sus huesudos brazos se movían bruscamente y golpeaban al aire en todas las direcciones, como si no le pertenecieran. De repente se levantó y empezó a bailar. Bailó alrededor del fuego de los hombres, mientras ellos cantaban sin mirarla. Cada vez cantaba y bailaba más intensamente. Saltó sobre el carbón que ardía y bailó sobre él para después comenzar a golpear el fuego con sus pies. Sus golpes salvajes esparcieron las ascuas en miles de direcciones, y los hombres tuvieron que esquivarlas lo mejor que podían. El viejo Moke se levantó y puso el fuego en su sitio, pero la anciana lo volvió a esparcir de nuevo. De esta manera recordaba tres veces a los hombres que eran las mujeres las que habían domado y cuidado del fuego y que dependía de las mujeres si el fuego se apagaba o continuaba ardiendo, si la vida se acababa o seguía adelante. Después, la mujer agarró una cuerda hecha de lianas y la pasó por el cuello de cada hombre. Los hombres se fueron callando cuando tenían en el lazo alrededor de su cuello de manera que cuando el último estuvo atado, los cantos cesaron. El silencio, sólo roto por la voz del bosque, estuvo presente un rato. Entonces el viejo Moke dijo:  "Ciertamente estamos atados. Estamos atados y no podemos hacer nada. Tenemos que dar algo a cambio para ser libres de nuevo." Ekianga dijo: "Ofreceremos la carne del antílope para ser libres de nuevo." Manyalibo dijo: "Demos también la piel del gato de algalia." Los hombres asintieron. Después, la anciana deshizo los lazos y a medida que los soltaba empezaron a cantar de nuevo. A la mañana siguiente la mujer y su marido desaparecieron.

Y continuaron viniendo invitados. Esta vez jóvenes cuyos territorios de caza se encontraban lejos, a varios días de camino. Las noticias del festival de la Elima se corrieron rápidamente. Cuando los cazadores se encontraban con otros grupos en el bosque, charlaban, cotilleaban y se contaban las últimas noticias de sus parientes. Hablaban de la suerte que tenían cazando y las hazañas de las cacerías que se contaban cada día se hacían más y más sorprendentes.

Los jóvenes se unieron a los cazadores de Apa Lepo. La mayoría de ellos tenían tías y tíos o parientes lejanos en el grupo y se quedaban en sus cabañas o iban a la cabaña de los solteros. Su objetivo era entrar en la cabaña de la Elima por la tarde noche. Pero las madres de las chicas custodiaban la tienda y tiraban rocas y ascuas a los jóvenes para que no entraran.

Algunas veces las chicas salían pintadas con barro blanco y armadas con largos y trenzados látigos. Corrían por el campamento y si les gustaba alguien le sacudían con el látigo con locura. A veces arremetían también contra los adultos y los ancianos, pero sólo para divertirse y para rendir tributo a su masculinidad. Pero cuando golpeaban a un soltero disponible quería decir que se creaba una obligación y aquel que había sido golpeado tenía que visitar a la chica en la cabaña de la Elima.

Tumba, el que Arobanai había elegido en silencio, se asustó un poco. Arobanai y sus amigos decidieron ir a buscarle. Salieron una mañana bien temprano con sus pechos y sus glúteos decorados con dibujos blancos corriendo hacia el oeste siguiendo las huellas de los antílopes y los elefantes. Corrieron con largos y silenciosos pasos hasta que llegaron por la tarde noche al campamento donde estaba el grupo de Tumba. Chillando bajaron al silencioso campamento y persiguieron a los hombres alrededor de las cabañas. Los hombres y los chicos se defendieron como mejor pudieron, corrieron al montón de la basura que estaba detrás de las cabañas y lanzaron a las salvajes chicas todo lo que encontraron. Finalmente, Arobanai vislumbró a su elegido. Estaba usando su arco para disparar cáscaras secas de plátanos a las chicas. Pero tuvo que tirar la toalla ante las nueve chicas que luchaban contra él. Arobanai no desaprovechó el momento.

Cinco días después fue por fin a la cabaña de la Elima. Tras librar una lucha muy masculina con las madres para poder entrar, pudo por fin pasar y cumplir su cometido. Ahora podía dedicarse a Arobanai o irse. También podía elegir a otra chica, y eso fue lo que Tumba hizo. Flirteó también con Kidaya y al llegar la noche, Arobanai se dio cuenta que los dos se llevaban muy bien y que se gustaban mucho. Así que decidió escuchar lo que Aberi tenía que decirle. Aberi entró en la cabaña el primer día y desde entonces había estado haciendo todo lo posible para gustar a Arobanai. Ella haría con él lo que Tumba y Kidaya estaban haciendo y si le gustaba, le pediría que cazara un antílope para sus padres y encontrara una hermana de su grupo que quisiera casarse con uno de sus hermanos. Y si no le gustaba, pues no había de qué preocuparse porque había muchísimos chicos ahí fuera, grandes cazadores, que traerían a los padres de la novia no uno, sino dos antílopes. ¿Antílopes? ¡Antílopes y hasta elefantes, uno o quizás dos! La vida es bella. El bosque se ocupaba de sus hijos y sus hijas. No sólo les daba carne y frutas para comer y agua para beber sino también fuego y las alegrías del amor.

"La oscuridad nos rodea," susurraba Arobanai,
"pero si hay oscuridad,
será porque la oscuridad es buena."

Entonces ella se tumbó con Aberi en su colchón y empezó a hacerle cosquillas. Él se río y se acercó a ella.

Serpiente Estelar

Traducido por Gema González Navas

Aquí estoy. Estoy bailando. Bailamos en línea, pintados y adornados en honor del dios. Pronto estaremos con Huitzilopochtli; pronto escoltaremos al sol en el cielo. Éramos guerreros y ahora somos prisioneros. Bailamos en una gran línea a la cabeza de la cual se sitúan los Grandes Sacerdotes. Bailamos en una gran línea y uno tras  otro vamos muriendo, como sacrificio a los dioses. Pronto empuñarán el puñal de piedra negra también en nuestros pechos. Mi sangre brotará en el altar y cortarán mi corazón. Mi sangre es alimento de los dioses. Mi sangre es alimento para Huitzilopochtli, el sol. Bailo. Me dan pulque para beber. Ahora me siento ligero y bailo. Al principio estaba triste porque no conseguí aprisionar al enemigo, pero ahora me siento ligero: gracias a mí la Tierra se salvará, mi sacrificio calmará a los dioses para que no destruyan la Tierra. Subiré hasta Huitzilopochtli y viajaré con él por el cielo. Y entonces me convertiré en un colibrí como todos los guerreros valientes que mueren en la batalla, que son sacrificados en la batalla y que volarán de flor en flor para ser siempre felices mientras la Tierra exista. Así ha sido siempre y así debe ser.

Bailo y me acerco cada vez más al altar. Bailo y mientras bailo recuerdo:

Nací el primer día del mes de Ocelotl, con lo que el destino me predestinó morir como un prisionero de guerra. Cuando vine al mundo, la matrona me dijo: "Queridísimo hijo, que sepas que tu casa no es la casa de tu nacimiento, porque tú eres un guerrero, tú eres un pájaro Quecholli, y la casa en la que viniste al mundo es sólo un nido. Tú estás destinado a refrescar al sol con la sangre de tus enemigos y a alimentar a la Tierra con sus cuerpos." Ésta era la forma de dar la bienvenida a los niños.

Si hubiera sido una niña, se me hubiera dicho: "Tienes que estar en la casa como el corazón está en el cuerpo. No debes abandonar la casa. Has de ser como la ceniza en la estufa."

Se hicieron muchos discursos para celebrar mi nacimiento. Parientes y amigos vinieron y se pidió al sacerdote astrólogo que leyera el calendario sagrado que predeciría mi destino. Él eligió el día para mi rito de inmersión y en ese día se me salpicó con agua varias veces. Y la matrona dijo: "Toma y recibe esta agua porque vivirás sobre el agua de la Tierra, crecerás y te enverdecerás por el agua. El agua te dará lo que necesitas para vivir." Luego, eligieron que me llamase Citlalcoatl,  Serpiente Estelar.

Durante ocho años de mi vida viví en la casa de mi padre. Tan pronto como pude caminar y hablar, tuve que ir a coger agua y madera e ir con mi padre al mercado. También aprendí a pescar y a navegar. Mis hermanas, sin embargo, aprendieron a coser y tejer, limpiar la casa y plantar maíz sobre las piedras. Cuando tuve ocho años mi padre me envió al calmecac, la escuela del templo, en vez de a la ordinaria escuela de guerreros. "Escucha hijo mío," me dijo, "Nunca cosecharás honor o respeto. Serás ignorado, desdeñado y degradado. Cada día cortarás espinas de agave para hacer penitencia. Te pincharás con las espinas y ofrecerás tu sangre como sacrificio y por la noche te despertarán para que te bañes en agua fría. Reviste tu cuerpo en el frío y cuando llegue el tiempo del ayuno procura no desfallecer y no dejes a nadie ver tu debilidad durante el ayuno y los ejercicios de penitencia."

Aprendí a ser un hombre en el colegio del templo. Me pedían sacrificio y abnegación. Por la noche, en las montañas, teníamos que ofrecer incienso y nuestra sangre a los dioses. De día teníamos que trabajar arduamente en los campos del templo. Había castigos severísimos incluso por las infracciones más insignificantes. Muchas veces lloré pensando qué duro era ser un guerrero y un hombre. Pero con el paso del tiempo me hice fuerte. Y miré con despecho a los chicos que iban a la escuela normal de guerreros. Ellos tenían que cortar madera y limpiar los diques y los canales y cultivar los campos de la comunidad. Pero al atardecer iban al cuicacalco, la casa de del cante y el baile y cantaban y bailaban hasta la medianoche y dormían con chicas con las que no iban a casarse. Ellos sólo sabían de guerreros cuyas acciones admiraban y querían imitar. Ellos no sabían nada de temas más elevados como la ciencia, el arte, el culto a los dioses.

A nosotros, los estudiantes del calmecac, se nos había elegido para tareas más elevadas. Podríamos llegar a ser sacerdotes o funcionarios. Aprendí la autodisciplina y la tenacidad en la escuela del templo, pero también aprendí a hablar y a dirigirme a la gente con decencia, usando las costumbres que prevalecían en la corte del rey. Aprendí cómo tratar a los funcionarios y a los jueces. También aprendí astronomía y a interpretar los sueños, el cálculo de los años y el calendario astrológico. Aprendí a dibujar signos, imágenes numéricas y nombres y a descifrar las escrituras de nuestros antecesores. Aprendí también los himnos sagrados de nuestra gente, las canciones con las que se veneraba a los dioses y las canciones que daban cuenta de la historia de los Aztecas. Nosotros somos un pueblo grandioso y poderoso y somos temidos por todos los pueblos de la Tierra.

Hace mucho tiempo nos fuimos de Aztlán, nuestra primera tierra, de la que los Aztecas tomaron su nombre. Las leyendas nos decían que Aztlán estaba rodeado de agua y que vivíamos allí de la pesca. Al principio éramos pobres. Nos vestíamos con pieles de animales y no teníamos más que flechas y arcos para nuestras lanzas. No éramos mejores que los pueblos del bosque que vivían en el norte de nuestro imperio. Nuestros líderes eran cuatro sacerdotes, que llevaban hornacinas hechas con cañas. En las hornacinas iba nuestro dios, Huitzilopochtli, que les hablaba y les decía lo que tenían que hacer. Cuando abandonamos Aztlán, nuestro dios nos ordenó que nos llamásemos "el pueblo de la luna", los Mexicanos.

Cada vez que encontrábamos un buen sitio, nos quedábamos allí unos cuantos años. Plantábamos maíz pero nunca permanecíamos allí el tiempo suficiente como para recogerlo. Normalmente vivíamos de la caza de ciervos, conejos, pájaros y serpientes y de todo lo que crecía en la tierra.

Pero nuestro dios nos prometió: "Debéis asentaros y estableceros para conquistar a los pueblos del mundo; y en verdad os prometo que os haré señores y reyes de todo lo que existe en el mundo; y gobernareis y tendréis innumerable vasallos que os pagarán tributos y os colmarán con joyas hechas de piedras preciosas, oro, plumas del pájaro Quetzal, esmeraldas, corales y amatistas. Y también tendréis muchas clases de plumas y cacao y algodón de muchos colores. ¡Todo esto os sucederá!"

Algunos dicen que Huitzilopochtli no era nuestro dios al comienzo. Nuestra tribu consistía de siete clanes y cada clan tenía su propio consejero y elegía a su propio líder. Y también se decía que cada clan tenía su propio dios. Pero Huitzilopochtli era el más grande de todos, el dios del sol y de la guerra. Recorrimos muchas tierras, algunas desoladas y deshabitadas, otras pobladas y en éstas tuvimos que luchar con sus habitantes. En algunos lugares permanecimos largas temporadas y construimos templos para nuestro dios. Pero siempre nos sentimos impulsados a querer más. A menudo teníamos que abandonar a nuestros ancianos cuando nos movíamos de un sitio a otro. Algunas veces grupos de nuestra tribu tenían que separarse y continuar el viaje en otra dirección. Pero, otras personas, como por ejemplo cazadores que nunca habían pertenecido a ningún pueblo, se nos unían. Finalmente llegamos a una bella tierra que estaba entre las montañas y que hoy lleva nuestro nombre, México. Estaba situada sobre dos mares, protegido y rodeado de montañas y de manantiales eternos que brotaban por doquier. Muy raramente había heladas y cuando hacía calor en verano, por las noches refrescaba siempre. Los manantiales de las montañas regaban nuestra tierra y en las llanuras del valle había cinco lagos, rodeados de pueblos y ciudades.

Una vez hubo allí un poderoso imperio, el Imperio de Tula, la ciudad del dios Quetzalcoatl. Pero Quetzalcoalt, el dios de las artes y el calendario, abandonó su ciudad y como consecuencia el imperio se vino abajo. Las ciudades y los pueblos de las lagunas eran pequeños y carecían de un único gobernante. Cada tribu vivía por sí misma con sus costumbres y sus dioses propios.

Encontramos un hogar en un sitio llamado Chapultepec. Allí elegimos por primera vez a un líder para toda la tribu tras haber tenido que luchar en muchas guerras con los vecinos. Necesitábamos un jefe que tuviera experiencia en la guerra. Nuestros vecinos comenzaban a temer por su propio bienestar y el de sus hijos cuando nos asentamos allí y nos atacaron. Nos defendimos bien pero cuando ellos se hicieron más fuertes que nosotros consiguieron arrasarnos. Capturaron a nuestro jefe y lo sacrificaron y nosotros tuvimos que rendirnos ante nuestros vecinos.

Los gobernantes de Culhuacán nos cedieron unos territorios, que estaban repletos de serpientes, a dos horas de distancia de la ciudad. Nos obligaron a vivir allí porque nos tenían miedo y no nos querían que estuviésemos cerca de ellos. Pero capturamos a las serpientes y las freímos porque después de nuestro eterno ir y venir estábamos acostumbrados a cualquier penalidad. Por eso nos llaman los comedores de serpientes. Pero nos respetaron porque habíamos sobrevivido a algo que nadie antes había sobrevivido. Enseguida pudimos empezar a negociar con ellos. Se casaron con nuestras hijas y nosotros con las suyas y nos hicimos parientes. Cuando libraban guerras con sus enemigos nos llamaban para que les ayudásemos y nosotros fabricábamos armas y los salvábamos. Pero cuando vieron lo buenos guerreros que éramos se asustaron y no nos lo agradecieron, sino que decidieron iniciar una guerra contra nosotros.

Tuvimos que escapar de allí y volver a Acatzintlán, donde hicimos flechas y balsas con nuestros escudos, y flotando por el agua llegamos a una pequeña isla en el lago.

Y entonces uno de los sacerdotes de Huitzilopochtli tuvo una visión en la que el dios se le aparecía y le decía que buscásemos un cactus nopal con un águila sentada encima. Este lugar se llamaría el 'lugar del higo chumbo', Tenochtitlán, y allí deberíamos fundar una ciudad. Buscamos y encontramos el águila sentada en el cactus comiéndose un higo chumbo rojo de la misma manera que el sol se comía los corazones de los guerreros. Allí cortamos trozos de hierba y los apilamos en una colina sobre la que erigimos una capilla hecha de cañas en honor a Huitzilopochtli. "Aquí", nos dijo Huitzilopochtli, "aquí nos convertiremos en señores de todas las tribus, de su propiedad, de sus hijos e hijas. Aquí nos servirán y nos pagarán tributos. En este lugar fundaremos una ciudad famosa destinada a convertirse en la reina y señora de todas las demás, en la que un día recibiremos a todos los reyes y princesas que vendrán aquí a rendir homenaje a la ciudad más poderosa."

Así que de nuevo estábamos en un lugar rodeado de agua, como nuestra antigua tierra, Aztlán.

Y siguiendo nuestras antiguas costumbres, dividimos la ciudad en cuatro espacios sagrados. La ciudad tenía cuatro cuartos y cada cuarto estaba dividido en barrios llamados calpulli. Cada calpulli pertenecía a un clan y tenía un templo para el dios de cada clan. La tierra pertenecía a todo el clan y sólo se prestaba a familias individuales.

Había abundancia de pájaros y peces, pero como sólo teníamos una cantidad limitada de tierra, tuvimos que establecer jardines sobre el agua. Trenzamos cañas y construimos muros y entre esos muros construimos estratos de barro y plantas acuáticas hasta que salían del agua para después permitirnos plantar legumbres y maíz sobre ellos.

A los varios años de estar allí, tuvimos enfrentamientos internos y como consecuencia parte de nuestra tribu se marchó y fundó Tlatelolco en una isla cercana.

Vivíamos entre cañas de aquí para allá en nuestra isla pero no teníamos ni piedra ni madera. Habían pasado ya doscientos años desde nuestro abandono de Aztlán.

No nos dimos por vencidos porque nuestra ciudad se situaba en los límites de tres regiones que se habían asentado alrededor del lago: la región de los Tepanec, los Acolhua y los Culhuacán. Íbamos a sus mercados y comerciábamos con ellos. Les llevábamos peces, ranas y animales acuáticos y ellos, a cambio, nos daban madera y piedras para poder construir nuestras casas y templos.

Cuando nuestro jefe y gran sacerdote Tenoch murió, pedimos al gobernante de Culhuacán que nos diera un jefe porque los Mexicanos eran despreciados y no eran importantes y nosotros queríamos aumentar nuestro prestigio teniendo al hijo de un gran príncipe como líder. Le pedimos que nos diera a Acamapichtli, hijo de un Mexicano y de una princesa Culhua, como jefe. Él también era pariente de los Acolhua. Tlatelolco, gobernante de Culhuacán, aceptó nuestra propuesta. Después eligió a un hijo del jefe de los Tepanec para que se convirtiese en líder de su pueblo. Así, teníamos relaciones de parentesco con todas las tribus de alrededor del lago. Acamapichtli gobernó pacíficamente y bajo sus órdenes nosotros construimos casas, jardines acuáticos y canales.

De todos los pueblos alrededor del lago, los Tepanec eran los más poderosos. Libraron guerras contra otras ciudades y cuando las habían conquistado les pedían tributos. Cuando se hicieron todavía más poderosos, también querían que nosotros les pagásemos y como consecuencia entramos en guerra contra ellos en el momento en el que nos lo pidieron.

Cuando nuestro jefe, Acamapichtli, murió, nuestros líderes decidieron que su hijo, Huitzilihuitl, Plumas de Colibrí, fuese su sucesor. Éste, a su vez, se casó con una nieta del jefe Tepanec. De esta manera nuestra situación mejoró y los Tepanec tuvieron que respetarnos. Huitzilihuitl mantuvo guerras con las tierras del sur en las que abundaba el algodón. Así los Mexicanos tuvieron sus primeras ropas de algodón; antes sólo conocían tejidos más ásperos hechos de fibras de agave. En esta época conquistaron Cuauhtinchan, Chalco, Otumba, Tulancingo y otras muchas ciudades. Acamapichtli también empezó la guerra con Texcoco.

Su hijo Chimalpopoca se convirtió en su sucesor. Terminó la guerra con Texcoco y conquistó la ciudad. El gobernante de los Tepanec entregó la ciudad a los Mexicanos y comenzaron a pagarnos impuestos. Todavía por aquellos entonces pagábamos impuestos a los Tepanec.

Pero cuando el gobernante de los Tepanec murió, nosotros ya no queríamos continuar siendo sus súbditos. Nuestra ciudad se hizo más grande y ya no vivíamos en chabolas sino que habíamos construido casas de piedra. Ya no queríamos servir a los Tepanec. A decir verdad el pueblo llano, los granjeros, tenían miedo de la guerra porque habían experimentado el poder de los Tepanec. Por eso, la clase superior, los que eran parientes del jefe, los sacerdotes y los líderes de los guerreros, dijeron: "Si no triunfamos en esta guerra, nos pondremos en vuestras manos y os podréis vengar de nosotros dejándonos pudrir en jaulas mugrientas." Y el pueblo ante esto respondió: "Y nosotros prometemos que os serviremos y trabajaremos para vosotros, construiremos vuestras casas y os reconoceremos como nuestros verdaderos señores si vencéis esta guerra."

Así unimos nuestras fuerzas con los Texcoco, contra los que habíamos luchado anteriormente, para luchar contra los Tepanec. Tuvimos su ciudad sitiada durante ciento catorce días y después los conquistamos. Su gobernante, Maxtla, fue sacrificado y su corazón extirpado. Después se le enterró como a un gobernante.

Ahora los Mexicanos habían conquistado una gran cantidad de tierra. Esta tierra fue distribuida y, según el acuerdo pactado entre la clase superior y el pueblo, los líderes y la clase alta recibió la mayor parte. Los clanes, sin embargo, recibieron solamente una pequeña porción suficiente tan sólo para mantener sus templos. Algunos dijeron que nunca había acordado nada con los superiores y que éstos últimos se lo habían inventado. El pueblo decía que era injusto y que la tierra entera había pertenecido a toda la tribu y que todo el mundo tenía los mismos derechos. Pero, ¿acaso podían defenderse a sí mismos? Los guerreros habían ganado la guerra y expandido el imperio. ¿Y quién se suponía que iba a ser poderoso en esa tierra? ¿Los granjeros que sólo sacaban maíz de la tierra o los guerreros que expandían el imperio y hacían a las otras tribus pagar impuestos? ¿Y quién se aseguraba de que hubiera siempre prisioneros para sacrificarlos en los festivales y evitar con ello la furia de los dioses y su deseo de destruir la tierra?

Cuando estábamos todavía deambulando de un sitio a otro y éramos pobres y desdeñados, entonces sí que todos teníamos los mismos derechos. Eso es verdad. Todos éramos guerreros y granjeros al mismo tiempo. Pero, ¿cómo hubiéramos podido combatir guerras y conquistar ciudades si todos hubieran sido consejeros? ¿Acaso querían que los sacerdotes, los jueces y los funcionarios se pusieran también a cavar la tierra? ¿Cómo podrían ser capaces de desempeñar sus obligaciones?

Ahora tenemos un acuerdo justo por el que todos los hombres jóvenes tienen que hacer el servicio militar. Cuando el niño tiene diez años, le cortamos el pelo de la cabeza pero dejamos una melena en la parte de atrás a la altura de la nuca. Todo aquel que captura a un prisionero por primera vez, aunque sea con la ayuda de sus compañeros, tiene derecho a cortarse la melena y se convierte en un iyac. Pero solamente se convertirá en un tequia el día que capture cuatro prisioneros él solo. Desde ese día todos los cargos y honores están a su disposición. Un tequia recibe un porcentaje de los impuestos que el gobernante recauda, puede llevar plumas y brazaletes de cuero, puede convertirse en un Caballero Jaguar y en un Caballero Águila. El emperador también puede elegir a un tequia para los cargos importantes. Pero el que no triunfa convirtiéndose en un tequia después de una o dos campañas debe ir a los campos, pagar impuestos y quedar a disposición del imperio para trabajar en proyectos públicos. Debe limpiar las calles, reparar las presas y trabajar en los campos de los funcionarios de alto rango. Él no puede llevar ropa de algodón ni ponerse joyas. ¿Acaso no es justo? Pero al que se distingue como guerrero o funcionario se le regala ropa, joyas y tierra. Los otros deben trabajar para él y llenar su despensa de maíz.

Nos hemos convertido en un pueblo grande y rico. Hay maíz, verduras y aves de corral en el mercado. Las mujeres cocinan en pequeñas hogueras varios tipos de carne que nosotros les compramos. Los comerciantes ofrecen textiles, zapatos, bebidas, pieles, cerámica, vestidos, pipas y todo tipo de instrumentos. Los pescadores traen peces, caracoles y gambas del lago a la ciudad. Nuestros comerciantes traen jades y esmeraldas, caparazones de tortugas y pieles de jaguares, ámbar y plumas de loros de las más remotas regiones. Las ciudades que hemos conquistado nos dan como tributo cada año 52.000 toneladas de comida. Los carromatos de mercancía son interminables. Los contribuidores de impuestos tienen que entregarnos 123.000 prendas de algodón y 33.000 fardos de plumas. La provincia de Yoaltepec nos envía cada año cuarenta brazaletes de oro de la anchura de un dedo gordo. Tlachquiauco nos tiene que entregar veinte botellas de polvo de oro. De Xilitepec vienen 16.000 vestidos de mujeres cada año, 16.000 trajes de hombre, dos trajes de guerreros con escudos y tocados y cuatro águilas vivas. De Tochpan llega la pimienta; de Tochtepec el caucho y el cacao. Las provincias nos entregan maíz, grano, cacao, miel, sal, pimienta, tabaco, muebles y cerámica. Tienen que transportar el oro de la costa sur y las turquesas y el jade de la costa este. Huaxtepec nos entrega papel y Cihuautlán mejillones.

¿Acaso no hemos unificado muchas ciudades en un gran imperio? ¿Acaso no vienen nuestros canteros que hacen joyas de las piedras preciosas de Xochimilco? ¿Y los tejedores de plumas que hacen nuestros maravillosos tocados, acaso no vienen de Amantlán? ¿Acaso no los conquistamos y les quemamos sus casas? ¿Y los orfebres, acaso no vienen todavía de lugares más lejanos del sur del imperio?

Tres mil sirvientes ayudan a nuestro emperador Moctezuma, esto sin mencionar todas sus águilas, serpientes y jaguares que comen quinientos pavos al día. En el mes de Uey tecuihuitl, cuando los pobres han acabado con todas sus provisiones, el emperador abre su despensa y hace distribuir comida y bebida entre la gente. Setecientas mil personas viven en la ciudad de Mexico-Tenochtitlán. Hemos fortificado las islas y hemos construido presas en el agua, puentes sobre los canales, templos y palacios, un acueducto que trae agua del Chapultepec a la capital. Cuando el emperador construye un templo, las ciudades contribuyen con piedras y cal. Miles de trabajadores son alimentados por el emperador cuando construyen un templo para los dioses. Nuestros emperadores han construido jardines y baños en los que se han colocado animales y plantas de todo el imperio. Cuando el emperador celebra una fiesta, invita a los gobernantes de las ciudades enemigas y les colma de joyas y maravillosos ropajes. ¿Quiénes son tan ricos y tan poderosos como nosotros, los Mexicanos? Cuando nuestro emperador Ahuitzotl abortó la rebelión de los Huaxteks, las fiestas duraron muchas semanas. Solamente el sacrificio de los prisioneros duró cuatro días. ¡No hay nadie más grande, más fuerte que nosotros!

Pero:

Se dice que no vivimos aquí,
ni hemos venido aquí a permanecer.
Oh, tengo que abandonar las bellas flores,
tengo que bajar a buscar el más allá.
Oh, mi corazón tan sólo se cansa un momento:
Las bellas canciones
sólo nos han sido prestadas.

Los dioses necesitan sacrificios. Debemos alimentar a los dioses con sacrificios para que ellos no destruyan el mundo. Bailo. Los tambores suenan, las flautas gritan, yo bailo. Bailo cada vez más deprisa y más salvajemente. Pronto estaré con Huitzilopochtli. No, yo soy el mismo Huitzilopochtli. ¿Acaso no llevo sus ropas, acaso no visto como él? Ahí está el sacerdote con el puñal de roca negra. Ahora es mi turno.

Atasco

Traducido por Gema González Navas

Cuando hay mucha gente junta, las cosas siempre suceden de una manera que nadie puede predecir o planear. Sí, incluso las cosas que nadie desea que sucedan. ¿Te parece esto increíble?

Piensa, por ejemplo, en los atascos en las autopistas. ¿Hay alguien que quiera que haya un atasco? ¿Hay alguien que realmente quiere estar ahí sentado sudando con todo ese polvo y el calor en la autopista? Desde luego que no. La gente quiere llegar a algún sitio tan pronto como sea posible. Pero, por ese preciso motivo están atascados en una caravana. Y encima, eso sucede un día tras otro.

Los Dos Prisioneros

Traducido por Gema González Navas

Un día, varios de los amigos del señor Balaban estaban reunidos y uno de ellos dijo: "Somos todos apesadumbrados perdedores. Tenemos que empezar un grupo para poder ayudarnos unos a los otros".

"Déjame en paz con tus grupos", dijo uno de ellos. "Si todo el mundo se preocupa de sí mismo, entonces todos estaremos bien".

Los amigos discutieron un rato sobre la veracidad de esta afirmación. Entonces, preguntaron al señor Balaban cuál era su opinión.

"Algunas veces creo que es verdad. Si dos hombres igualmente fuertes van a un campo de nogales y recolectan nueces, probablemente sería mejor que cada uno de ellos las recogiese para sí mismo. Porque si cada uno de ellos recogiese nueces para el otro, entonces podrían pensar: 'Ah, ¿por qué tengo que trabajar tanto? Incluso si me agoto, sólo obtendré las nueces que mi compañero recoja'. Y así, cada uno pondría menos esfuerzo que si las estuviese recogiendo para ellos mismos, y como consecuencia tendrían menos nueces. Pero a menudo los destinos de la gente están tan interconectados que preocuparse solamente por los intereses personales no haría más que las cosas peor para todos."

"¿Cómo es eso posible?", preguntaron sus amigos.

Y el señor Balaban les dio este acertijo:

"Érase una vez en Samarkanda que las autoridades capturaron a dos ladrones que habían robado un ganso. Timur Lenk los encerró en dos celdas diferentes para que no pudieran comunicarse uno con el otro. Después él fue al primero y le dijo: 'Escucha, vosotros dos habéis robado un ganso. Por ello recibiréis veinte latigazos. No es agradable, pero sobreviviréis. Pero yo también sé que vosotros no sólo robasteis ese ganso sino también dos copas de oro de mi palacio. Por eso puedo hacer que os ejecuten. Pero eso representaría un inconveniente para mí porque no recuperaría mis copas de oro. Os podría torturar a los dos para que confesarais, pero he pensado hacer algo distinto. Escucha con atención: si tu te delatas a tu compañero como el ladrón de las copas y me dices donde las escondisteis, entonces sólo haré ejecutar a tu cómplice y tú quedarás libre. A él también le daré la misma posibilidad. Si él confiesa y tú no, entonces le dejaré a él libre y a ti te ejecutaré. Por supuesto es también posible que ambos confeséis y en ese caso no os dejaré libres a ninguno, pero actuaré misericordiosamente y solamente haré que os corten la mano derecha'

'¿Y si ninguno de nosotros confesase?', preguntó el prisionero, quien, por cierto, había sido el que había robado las copas con su compañero.

'Bien', dijo Timur, 'en ese caso solamente recibiríais los veinte latigazos por haber robado un ganso'.

¿Qué, en vuestra opinión, debería hacer el prisionero?", preguntó el señor Balaban a sus amigos."

"¿Y no se podían comunicar uno con el otro?"

"No", dijo el señor Balaban, "Timur se encargó de que no se pudieran comunicar uno con el otro de ninguna manera."

"Debería mantener la boca cerrada y confiar en que su compañero tampoco diría nada", dijo uno de ellos.

"¿Cómo puede confiar en eso?", dijo otro. "Él tendría que pensar que su compañero confesaría con toda probabilidad."

"¿Cómo es eso?"

"Porque al compañero le viene mucho mejor confesar. Escucha, vamos a llamarlos Ahmed y Bulent. Ahora, si Ahmed confiesa, es mejor que Bulent confiese también, porque si no le ejecutarían a él. Si Ahmed no confiesa, entonces es mejor que Bulent confiese para quedar libre. Luego Ahmed sabe que Bulent confesará siempre. Y así Ahmed confesará también para no ser ejecutado. Pero si Bulent, por alguna razón decidiera no confesar, tanto mejor para Ahmed porque quedará libre."

"Sí, pero el resultado será que a ambos les cortarán las manos cuando podrían haber recibido tan sólo veinte latigazos cada uno."

Y así estuvieron debatiendo este acertijo durante horas pero no pudieron tomar ninguna otra decisión.

"Esto es lo que yo os quería demostrar", dijo el señor Balaban. "Por preocuparse de los intereses personales de cada uno consiguieron lo peor para los dos."

"¿Pero, entonces, qué deberían haber hecho en tu opinión?

"Deberían haberse hablado y prometido mutuo silencio", dijo el señor Balaban.

"¡Pero si tú dijiste que no podían hablarse uno al otro!"

"Deberían haber sobornado a un guardia para que les pasase cartas o mensajes recíprocamente. Deberían haber atado una nota a la cola de un ratón, o dejar a un loro que hablase ir de una celda a otra. Deberían haber intentado cualquier cosa que se les hubiese ocurrido para comunicarse, porque si los humanos no se las arreglan para comunicarse, no podrán perseguir sus propios intereses sin con ello hacer la vida más difícil para los demás, incluso para ellos mismos."

Justicia

Traducido por Elena Martín

Ahora, amigos, tengo que contaros algo y espero que me creáis. Y si no me creéis, pues, peor para vosotros. Lo que quiero contaros es esto: Una vez, en un pequeño continente de este planeta Tierra (un continente que ahora está completamente cubierto por el agua, de modo que no seríais capaces de encontrarlo en ningún mapa —y cuando este continente existía la cartografía aún no se había inventado, así que tampoco lo encontraréis en los mapas antiguos), de todas formas, en este pequeño continente (que habría sido el séptimo continente si alguien hubiera contado los continentes entonces, cosa que nadie hizo porque en aquel tiempo todavía no se había descubierto ninguno y toda la gente de todos los continentes pensaba que el suyo era el único y de todos modos, por qué iban a molestarse en contar cuando solo había uno) bueno, lo que iba a decir es que este pequeño continente, pero solo el continente, estaba habitado por unas personas muy extrañas. Siento decirlo, pero estas personas estaban locas. Estaban especialmente locas. No eran estúpidos, no. Por ejemplo, habían inventado la rueda antes de que la hubieran inventado en los otros continentes y después de la rueda inventaron el fuego y las pirámides y los teléfonos móviles y la televisión. No, como he dicho estaban especialmente locos. ¿Cómo puedo explicarlo? Bueno, por ejemplo digamos que tenían a una tía que iba a visitarlos. Esta tía llamaba por teléfono móvil y decía: —Voy a ir a visitaros durante las vacaciones solo un par de días ¿no os hace ilusión ver a vuestra vieja tita otra vez? Y la familia que había planificado ir al mar de vacaciones deshacía el equipaje y metía la rueda otra vez en el garaje y esperaba a la tita. Ahora imaginemos que las vacaciones se habían terminado y que ya hacía seis semanas que la tita estaba en casa y no había forma de que volviera a su casa y toda la familia tenía que tomar té para desayunar porque la tita los había convencido de que el café era malo para la salud y papi había tenido que dejar de fumar porque la tita no soportaba el olor de los cigarrillos y los niños tenían que estar callados por la tarde de una a cuatro cuando la tita estaba durmiendo la siesta. Bueno, esa gente no la echaba ni cogía un pintalabios y pintaba puntos rojos en la cara de sus hijas menores y fingía que tenían escarlatina para hacer que la tita huyera. No, esa gente volvía a hacer el equipaje, sacaba la rueda del garaje, le daba a la tita las llaves de la casa y se iban a vivir a una tienda de campaña cerca del mar donde a partir de ahora podrían beber café y fumar cigarrillos y jugar a juegos ruidosos todo lo que quisieran.

O pongamos que en una escuela se había nombrado a una nueva directora y una de las profesoras seguía protestando y diciendo: “¿Por qué no me han hecho directora?¡ Soy mucho mejor que ella!” Ellos no le decían: “Ella tiene más experiencia que usted y durante las vacaciones siempre ha estado haciendo cursos, ¡mientras que usted se estaba pintando las uñas de los pies! ”

No. En lugar de eso, escribían una carta al ayuntamiento de la ciudad diciendo: “Esta mujer nos está dando dolor de cabeza con sus protestas constantes, por favor nómbrela directora ¡para que no nos vuelva a poner de los nervios! " y la mayoría de las veces incluso la recién nombrada directora firmaba la carta.

O si un niño no se aprendía sus lecciones y solo sacaba malas notas, sus profesores no le hacían repetir el curso. En vez de eso decían: “ Pero tiene una sonrisa tan bonita y a sus amigos les daría pena perderlo, así que qué más da si su ortografía es mala y si no se sabe los nombres de los continentes, que de todas formas no se han descubierto”.

Podría seguir contándoos lo loca que estaba esta gente. Cuando en un cruce se chocaban dos ruedas la gente no se paraba, ni participaban y ni se gritaban: “ ¡Lo ví bajando el carril y sabía que estaba rodando su rueda demasiado rápido! Por favor, señor, si va a los tribunales puede nombrarme como testigo, aquí tiene mi nombre y mi dirección!” En vez de eso, ellos gritaban a los conductores: "A quién le importa de quién fue la culpa, quiten sus malditas ruedas del medio para que podamos rodar las nuestras en paz, ¡solo el demonio sabe por qué fue lo primero que inventamos!”

Todo el mundo puede entender que esta actitud alocada no llevó a aquella gente a ninguna parte. Ellos siempre conseguían el segundo puesto, tenían los peores sitios en el cine, nunca les servían en la carnicería del supermercado, nunca llegaron a ser directoras, en lugar de eso vivían en tiendas de campaña cerca del mar y se arruinaron la salud con café y cigarrillos y juegos ruidosos.

Entonces, un día un gran mago fue a visitar este continente. El nombre del mago era el Gran Belloni, y cuando aterrizó con su alfombra voladora en el mercado dijo: “Saludos, pueblo de este continente, soy el Gran Belloni y llamaré a este continente Bellonia en honor a mí mismo porque lo he descubierto”.

La gente estaba un poco estupefacta porque siempre habían creído que habían sido ellos los que habían descubierto el continente, pero el mago les explicó que no se puede descubrir algo que siempre has conocido, y pensaron: Bueno, podría haber sido Gulbrannssonia o Herrschkovitzia , así que después de todo Bellonia no está tan mal.

El mago miró por el continente que había descubierto y pronto averiguó cuál era el problema con sus habitantes. "Sois gente lista", les dijo, "Puedo ver que tenéis un gran potencial. En realidad solo os faltan dos cosas”. Cuando la gente quiso saber cuáles eran esas dos cosas, él dijo: “bueno, la primera son los carros”. Y les mostró cómo podían añadir una especie de caja de madera a sus ruedas para que pudieran utilizarlas para transportar cosas. La gente probó durante un tiempo con una o siete ruedas, pero mucho antes ya se habían dado cuenta de que el número ideal de ruedas estaba entre dos y cuatro. A partir de ahí no fue difícil llegar a la motocicleta, el motor de vapor, el ferrocarril y entonces alguien se dio cuenta de que se podía enganchar un burro a un carro, lo cual no era tan ruidoso como los otros métodos para mover el carro.

"¿Y qué es lo segundo?" preguntaron al mago.

"Pues, lo segundo que impide el progreso en vuestro país es la falta del sentido de la justicia" .

"¿Qué es eso?" preguntaba la gente, "¿es algo como la caja de madera que nos enseñaste a hacer?"

"No, dijo el mago, "no es una cosa. Es un principio".

La gente asintió como si hubieran entendido pero en realidad tampoco sabían qué era un principio.

"La justicia significa dar a todo el mundo solo lo que se merecen, ¡ni más ni menos!"

"Pero nosotros hacemos eso".

"No, vosotros dais a la gente lo que quiere para que dejen de protestar, eso no es lo mismo. Y si no protestan no consiguen nada”.

"Bueno, puede que no lo quieran suficiente para protestar por ello. De todas formas, ¿quién sabe mejor lo que la gente se merece que ellos mismos?”

El mago intentó explicarlo pero al cabo de un tiempo tiró la toalla exasperado.

"Mirad", dijo, "¿Queréis justicia o no? Solo tengo que agitar mi varita para dárosla y eso me ahorrará una garganta irritada”.

"Bueno", dijeron, “si ayuda a progresar más la queremos”.

Y el mago agitó su varita y entonces se montó en su alfombra mágica y se marchó volando para descubrir más continentes que pudiera contar y dar nombre. Ya había pensado algunos nombres nuevos fantásticos como Bellonia II y Bellonia III y estaba ansioso por encontrar continentes adecuados para esos nombres.

Tan pronto como el mago hubo agitado su varita los bellonios –como ahora se llamaban a sí mismos- se dieron cuenta inmediatamente de lo que el mago quería decir, sacudieron sus cabezas y dijeron: “¿Cómo hemos podido estar tan locos?”

Inmediatamente recogieron sus tiendas y volvieron para reclamar sus casas, pero la tita llevaba allí tanto tiempo que ahora prácticamente vivía allí y dijo: “Pero ¿Qué os creéis? Me distéis esta casa intencionadamente cuando me dejasteis sola aquí. ¡Me niego en rotundo a marcharme!” Y comenzaron las disputas interminables acerca de contratos verbales y el derecho consuetudinario y otras cosas así.

Después, los bellonios tenían que crear un tribunal de justicia pero no se ponían de acuerdo en quién tenía derecho a ser juez. Así que decidieron reunirse todas las mañanas a las diez para discutir todos los casos.

El primer caso fue el de dos hermanos pobres cuyo padre había fallecido y les había dejado solo un burro. Cada uno de ellos decía que necesitaba el burro para cargar con sus cosas y tirar del carro. Este fue un caso fácil para los bellonios. Decidieron que el burro debía cortarse en dos mitades y dar a cada hermano una mitad. Los hermanos protestaron y dijeron que medio burro no servía para nada porque ni siquiera podía tirar de medio carro, pero les dijeron que la división había sido muy exacta, por lo que no tenían de qué quejarse.

Los hermanos maldijeron y se marcharon, dejando allí las inútiles mitades del burro.

Ahora el caso era más difícil de resolver. Era sobre un hombre que se había emborrachado y había comenzado a pelearse con otro hombre y le había sacado un ojo. De momento no había ningún problema. Decidieron que la víctima debía sacarle un ojo al bellaco y después cada uno de ellos debía comprar un ojo de cristal para el otro. “Porque” decían, “ojo por ojo, esto es la justicia”. Pero al día siguiente llevaron a este hombre al tribunal porque se había emborrachado otra vez y le había sacado un ojo a otro hombre. “¿Y dónde está el problema?” decían algunos. “Hemos decidido un caso similar ayer mismo, podemos dar el mismo veredicto otra vez. ¡Ojo por ojo!”

"Pero solo le queda un ojo", decían otros. "Si le quitamos el ojo, estará ciego, pero su oponente solo necesita un ojo de cristal y puede llevar una vida casi normal. Quitar un solo ojo no es lo mismo que quitarle un ojo a alguien que tiene dos”

"Pero debemos quitarle algo suyo " decían otros, "si no, siempre irá sacándole los ojos a la gente".

"Cortémosle la mano," sugirió alguien, pero otros protestaron diciendo que una mano no era lo mismo que un ojo. “ Tenemos que hacer justicia”, decían, “No solo hacerle daño a la antigua usanza. Debe sufrir exactamente el mismo dolor que ha causado al otro hombre”.

"Bueno, entonces", dijo alguien, "ha sacado la mitad de los ojos que el otro tenía. Saquémosle la mitad de los ojos que tiene”.

"Pero es imposible sacar medio ojo. Y aunque fuera posible también se quedaría ciego”.

Y la discusión siguió y siguió y no consiguieron tomar una decisión.

Y entonces, como era de esperar, el caso de una de las titas se llevó a los tribunales.

Esta tita llevaba en la casa de su sobrino desde hacía muchos, muchos años. Y como se había sentido sola, había invitado a otro sobrino y su mujer a estar con ella. “¡Todos nuestros hijos han nacido aquí! , dijo el segundo sobrino, “¡y pinté la casa y puse papel pintado nuevo en todas las habitaciones!”

"Sí, ¿pero quién hizo la instalación de fontanería?" apuntó el primer sobrino.

"¡Papel pintado, fontanería!" dijeron los jueces. "Lo que importa es: ¿quién construyó la casa?"

"Bue…no, es una casa muy vieja..." dijo lentamente el primer sobrino. "Pero nací allí, así que por derecho debería ser mía" .

"¡Pero si la abandonó!"

"No, no la abandoné, ¡huí por las quejas constantes!"

"¡Podía haber echado a su tía!"

"¡Quién ha echado alguna vez a una tía!"

"¡Pero nunca le dijo que pensaba volver!"

"Estábamos viviendo en una tienda de campaña. Eso demuestra claramente que teníamos pensado volver a la casa de nuestros padres”.

En este punto la tita alzó la mano: “Si mal no recuerdo, querido sobrino, era mi padre quien vivió una vez en esta casa. Pero entonces un día la tita de tu padre vino de visita en las vacaciones y no volvió a marcharse. Para tener algo de paz y tranquilidad, mi padre tuvo que mudarse y vivir en una tienda de campaña cerca del mar. Se fumó la cabeza, pobre idiota. Así que por derecho, creo que de todas formas debería ser mi casa”.

Y entonces se consultaron los antiguos documentos y los álbumes familiares, y hubo mucha discusión sobre tías y tíos y también algunas primas primeras, tías abuelas y madrinas salieron a colación.

El juicio siguió durante semanas y cuando terminó a la gente le estaba entrando el hambre. Porque debido al juicio nadie había tenido tiempo de hacer ningún trabajo útil y se estaban quedando sin víveres.

Y entonces las mitades del burro, que todavía estaban tiradas en el lugar de reunión, habían comenzado a pudrirse. Nadie creyó que su deber fuera quitarlas porque todos habían acordado que era responsabilidad de los propietarios. Pero los dos hermanos habían robado un barco y se habían ido al mar con la esperanza de encontrar al mago para darle exactamente lo que se merecía. Las mitades podridas del burro olían fatal y las cubrían millones de moscas y al final todos los bellonios enfermaron y murieron.

Cuando el mago volvió para ver qué había sido del continente que había descubierto, lo encontró lleno de moscas y nada más. Se encogió de hombros y agitó su varita y el continente se hundió bajo el agua para que nadie supiera el fracaso del mago al llevar el progreso a Bellonia I. El mago esperaba llevarse a las moscas con todo pero había pasado por alto el hecho de que las moscas, pueden volar. Las moscas se estaban muriendo de hambre y antes de que el mago pudiera echar a volar en su alfombra mágica las moscas se elevaron en una gran nube y lo devoraron. La alfombra sin piloto dio la vuelta al planeta unas cuantas veces, luego se quedó sin magia y cayó a la tierra en uno de los otros continentes. La encontró un vendedor ambulante que me la vendió en el mercadillo. Y si no os creéis mi historia, puedo enseñaros la alfombra.

Dinero

Traducido por Noemí Ruiz del Olmo

“Entonces, ¿qué es este dinero?” El viejo Kitunda dio la vuelta al pequeño trozo de papel entre sus dedos.

“Es algo que los extranjeros valoran mucho”, dijo su hijo. “El representante dice que si tienes muchos de esos trozos de papel se te considera un hombre rico.”

“Eso me parece estúpido”, dijo el viejo Kitunda. “Si tienes mucho ganado y tierras con maíz y boniatos, una bonita casa y muchos hijos – entonces eres rico. ¿Qué utilidad tiene un puñado de trozos de papel? ¿Puedes comer papel? ¿Puedes vestirte con él o dormir en él?”

“Bueno, el representante dice que lo puedes convertir en lo que sea. Puedes convertirlo en una casa, o en una vaca o en un bonito traje como el que los extranjeros llevan.”

“¿Entonces es algún tipo de magia?”

“No. Simplemente puedes cambiar esos trozos de papel por cualquier cosa que quieras. Si ves una casa bonita sólo le ofreces al propietario algunos trozos de papel y le pides que te la dé. Si no te quiere dar la casa, le ofreces más trozos de papel. Finalmente, te dará la casa si le ofreces suficiente papel. O por lo menos, eso es lo que el representante me ha explicado.”

“Entonces debe ser una magia muy poderosa. ¿Puede que la magia haga que el propietario de la casa pierda el poder de pensar claramente?”

“No, no es eso. El propietario de la casa puede cambiar el dinero por alguna otra cosa. Tal vez, por uno de esos coches que los extranjeros usan o por mucha comida o por otra casa. Por eso es por lo que te dejará su casa por dinero. Con el dinero, él puede ir a algún otro sitio, comprar una casa y vivir allí. No puedes llevar una casa contigo.”

“¿Pero si es tan estúpido como para dar una casa por trozos de papel, cómo sabe que encontrará a otra persona tan estúpida como él que cambiará cosas valiosas por trozos de papel?”

“No lo sé realmente, padre. Pero el representante dijo que todo el mundo sabe que el dinero es valioso y es por eso por lo que todo el mundo está deseando cambiar cosas por dinero.”

El viejo Kitunda sacudió la cabeza. “¿Y ese representante, te dio este dinero?”

“Sí. Me dijo que volviese al pueblo y dijese a los jóvenes que vinieran y trabajasen en la plantación de algodón. Y por eso me dio el dinero. Y dijo que por cada hombre que venga a trabajar me dará más dinero.”

“¿Así que quiere hombres que trabajen para él en su plantación y a cambio les dará dinero?”

“Bueno, la plantación no le pertenece. Es de su jefe. Y su jefe nos dará el dinero.”

“Entonces quieren que vayas a recoger algodón a cambio de trozos de papel sin valor. ¿Y quién cuidará tus vacas y quién trabajará tus tierras y cosechará el maíz y boniatos?”

“El representante dice que con el dinero que su jefe nos dará podremos comprar más maíz y boniatos que los que podríamos cultivar en nuestros campos.”

“¿Y si te está mintiendo? ¿Cómo puedes saber cuánto vale realmente este trozo de papel?”

“No lo sé, padre.”

El viejo hombre meditó durante un momento. “Si comercias con alguien deberías conocer el valor de lo que das y de lo que recibes. Conoces a la gente del bosque. No cultivan maíz ni boniatos, en cambio nos traen carne y miel silvestre y nosotros les damos maíz y boniatos. Ya sabes lo que dice el viejo Ekianga cuando piensa que le ofrezco poco maíz por su carne. Me dice: ‘Oh, venga, me costó mucho cazar este antílope. Si me das tan poco maíz, no me merece la pena cazar para ti. Haría mejor en empezar mi propio cultivo.’ Pero si pide demasiado maíz, entonces, yo le digo: ‘Oh, venga, es mucho trabajo labrar el campo, regar el maíz, cosecharlo y secarlo. Si me das tan poca carne por el maíz haría mejor si fuese a cazar al bosque yo mismo.’”

El hijo de Kitunda sonrió: “Ya sé cómo vosotros dos regateáis cada vez. Y conozco vuestro razonamiento.”

“Y es verdad. Si vemos que la gente del bosque se vuelve demasiado gorda, sabemos que les estamos dando mucho maíz por su carne, y si ellos piensan que estamos engordando, saben que nos están dando demasiada carne por nuestro maíz. Así que, como ves, en general es equitativo, intercambiamos el valor de un día de caza por el valor de un día cultivando. Pero con este dinero - No sé cómo está hecho y no conozco al hombre que lo hace. ¿Cómo podría saber o incluso adivinar cuántos trozos de papel se pueden hacer en un día? ”

“Hice al representante la misma pregunta. Me dijo que los billetes están hechos por máquinas en la gran ciudad y que pueden hacer muchos miles en una hora.”

“Si pueden hacer tantos en tan poco tiempo entonces esos trozos de papel no valen nada. Ni siquiera un grano de maíz. Escúchame, hijo: no vayas a trabajar a la plantación. Vete y trabaja tus propios campos y tú y tu familia tendréis abundante comida y todo el mundo verá que eres un hombre rico y te respetarán.”

El hijo de Kitunda dijo: “Lo pensaré, padre.”

El hijo de Kitunda fue a ver a su vecino y le mostró el dinero que el representante le había dado: “Mira esto. Esto es a lo que los extranjeros llaman dinero. ¿Qué me darías por ello?”

El vecino rió: “¿Por eso? Nada. Cuando necesito algo así agarro algunas hojas de un arbusto. ¿Sabes para qué…?”

Así que el hijo de Kitunda fue a donde su otro vecino. “Escucha, a mi mujer se le ha acabado la sal. ¿Me darías algo de sal a cambio de este dinero?”

El otro vecino dijo: “Escucha, amigo, te daré sal por amistad. Me la puedes devolver cuando puedas, o me puedes dar raíces de mandioca a cambio. Pero, ¿que podría yo hacer con esos trozos de papel? ”

“Bueno, los extranjeros lo cambiarían por algo que necesites, por azúcar o tal vez por un trozo de tela de algodón.”

“Lo he oído. Pero no confío en ello. Mira, cuando tengo una cabra, sé que siempre puedo cambiarla por otra cosa porque todo el mundo necesita beber leche y comer carne de vez en cuando. Pero, ¿quién puede garantizarme que encontraré alguien que necesite trozos de papel sin valor?”

El hijo de Kitunda recorrió todo el pueblo pero nadie quiso cambiar nada por su dinero, ni nadie quiso ir a trabajar a la plantación con él. Así que él tampoco fue a trabajar a la plantación de algodón, sino que trabajó sus propias tierras tal y como lo habían hecho antaño su padre y su abuelo, y su familia fue muy rica, bien alimentada y respetada por los otros aldeanos.

En la ciudad de la costa, donde los barcos extranjeros descargaban las mercancías que querían vender a los nativos y donde se llevaban a casa algodón, cobre y diamantes que los extranjeros necesitaban en su país al otro lado del mar, el gobernador convocó a sus consejeros para una reunión.

“Tenemos problemas”, declaró. “El comercio de nuestro país natal no es lo que podría ser. Esta tierra es ideal para cultivar algodón y está llena de cobre y diamantes. Pero no encontramos suficientes trabajadores para cavar en las minas o labrar los campos de algodón.”

“¿Y cuál es el motivo?” preguntó el presidente de la cámara de comercio. “Hay tanta gente viviendo aquí ¿qué hacen durante todo el día?”

“Parece que están satisfechos trabajando sus propios campos, cultivando maíz y plátanos, y criando algo de ganado, y cabras para carne y leche”, dijo el jefe del departamento de agricultura.

“Son un puñado de holgazanes” dijo el comandante de las tropas coloniales. “Deberíamos simplemente forzarlos a trabajar en las plantaciones.”

“No. No están interesados en trabajar por un salario”, dijo el jefe del departamento de agricultura.

“¿Y por qué crees que no están interesados en trabajar por un salario?” preguntó el presidente de la cámara de comercio.

“Porque no entienden el concepto del dinero. Piensan que sólo son trozos de papel sin valor.”

“Bueno, son trozos de papel sin valor”, rió el presidente de la cámara de comercio. “A veces me pregunto por qué funciona. Apuesto a que la gente aquí todavía mide su riqueza en vacas y cabras.”

“Eso es lo que hacen”, dijo el jefe del departamento de agricultura.

“En cierto modo estoy de acuerdo con ellos. Con vacas sabes dónde estás. Siempre puedes encontrar alguien que quiera comer carne o beber leche, y si no consigues cambiar la vaca por otra cosa puedes comerla tú mismo. Con el oro es lo mismo, siempre puedes llevarlo como joya o hacer que te arreglen los dientes con ello. Pero, por supuesto, nosotros no podemos pagarlos con vacas. Saben, cuando estaba en la universidad nuestro profesor nos enseñó: ‘cualquier cosa puede servir de dinero siempre que la gente crea que es dinero.’”

“Entonces, ¿cómo podemos hacerles creer que nuestro dinero es dinero?” preguntó el gobernador.”

El presidente de la cámara de comercio reflexionó: “Los jóvenes no vendrán a trabajar por dinero porque los agricultores no les darán comida por dinero. Y los agricultores no aceptarán dinero porque los artesanos no les darán vasijas o azadas por dinero. Y así sucesivamente…”

“Entonces deberíamos hacer una ley que les obligue a aceptar dinero si alguien quiere comprar algo”, dijo el comandante de las tropas coloniales.

“No es tan fácil”, dijo el jefe del departamento de agricultura. “Simplemente esconderían sus artículos y dirían que no tienen nada que vender. Sabemos que esto ha pasado en otros países. No seríamos capaces de controlar a todo el mundo constantemente. No, tenemos que convencerlos de que necesitan dinero, de que el comercio no puede prosperar sin dinero.”

“No debería ser tan difícil convencerlos.” El jefe del departamento de asuntos financieros habló por primera vez.

“¿Y cómo lo hacemos?” preguntó el gobernador.

“Si no podemos forzarlos a aceptar dinero podemos forzarlos a pagarnos con dinero. Pediremos que todos los habitantes paguen impuestos. Es fácil comprobar si alguien ha pagado sus impuestos o no. Y los impuestos tienen que pagarse en nuestro papel moneda. Por lo que todos tendrán que obtener este dinero de alguna manera. Y estarán dispuestos a trabajar por dinero y a comerciar bienes por dinero. Tendremos los trabajadores que necesitamos y podremos venderles nuestras mercancías.”

“¡Es una idea magnífica!” dijo el gobernador, el presidente de la cámara de comercio y el jefe del departamento de agricultura aplaudieron.

“¡Y si no pagan irán a la cárcel!” añadió el comandante de las tropas coloniales, y esta vez los otros también le aplaudieron.

“Bueno”, dijo el viejo Kitunda, “ahora nos tienen donde querían.”

Los jóvenes estaban listos para marchar a la plantación.

“No te preocupes, padre”, dijo el hijo de Kitunda. “Voy a ganar el dinero para pagar tus impuestos, los de mamá y los de mi mujer. Así nuestra familia estará a salvo.”

“Sí. Pero nuestros campos quedarán sin cultivar porque perdemos tus fuertes brazos. Nunca podremos volver a ser capaces de cuidar de nosotros mismos, dependeremos del dinero de los extranjeros y del trabajo que nos dejen hacer.”

El viejo Kitunda abrazó a su hijo: “Espero que cuando vuelvas de la plantación siga vivo para saludarte. Aunque, por otra parte, quizás no quiera vivir más. Sabes, cuando vinieron al principio, algunos de nosotros queríamos combatirlos. Pero ahora, ellos nos han realmente vencido. Ya nada volverá a ser como antes.”

Y el joven hombre partió.

Historia de un Rey Bueno

Traducido por Noemí Ruiz del Olmo

Érase una vez un rey bueno que gobernaba su país sabiamente. Los impuestos que pagaban sus súbditos los empleaba en construir escuelas y universidades para que los jóvenes pudieran aprender los distintos oficios y estudiar todas las ciencias y de este modo ser capaces de servir mejor los unos a los otros. También hizo construir hospitales y formar médicos para que sus súbditos sufrieran las menos enfermedades posibles. Hizo construir carreteras y ferrocarriles para que los bienes producidos en una parte del país pudieran ser rápidamente enviados a otras partes del país donde fueran necesarios. Amonestó a sus jueces a que dieran veredictos justos y no permitió a sus oficiales aceptar sobornos.

El rey también quería que sus súbditos vivieran en paz. Especialmente ordenó a los profesores que enseñasen a los niños a ser tolerantes y a no menospreciar a nadie por el color de su piel, por su religión o por su cultura. Además, se debía enseñar a los niños a no pelearse cuando tuviesen una conflicto, sino a aclarar las cosas y resolver sus riñas amablemente. Cada año un gran festival por la paz se celebraba en la capital con música y bailes tradicionales al que gente joven de todo el mundo era invitada.

El rey era un hombre joven y bueno, tranquilo, modesto y dulce. Era incapaz de hacer daño a una mosca. No se vestía extravagantemente, no comía alimentos caros ni bebía vinos costosos, no gastaba el dinero de los contribuyentes en pomposos palacios, magníficos caballos o coches rápidos. Amaba a su joven esposa y por las noches se sentaba con sus dos hijos y les leía cuentos para dormir. Pero, lo que más le gustaba hacer era sentarse en su despacho con libros e informes de todas las partes de su país y idear nuevos planes para hacer la vida de sus súbditos todavía mejor.

El rey no era en absoluto vanidoso, pero era un lúcido pensador, y cuando miró los informes que tenía de todas las partes de su nación llegó a la conclusión de que realmente estaba gobernando bien el país y de que probablemente era el mejor rey que el país hubiera podido desear. Llegó incluso a la conclusión de que nadie tenía una razón para desear otro rey a no ser que tuviese malas intenciones, y que cualquiera que desease ser rey en su lugar sólo podría planear el utilizar los poderes reales con fines egoístas.

Le dijo a su jefe de policía: “Si alguien quiere ser rey en mi lugar, sólo puede ser para abusar de los poderes reales, tal vez para construir palacios pomposos, para gastar el dinero de los contribuyentes en ropas y joyas extravagantes o para comprar magníficos caballos o coches rápidos. ¡Así que por favor, cuidado con esas personas y evita que perjudiquen al reino!”

El jefe de la policía era un viejo amigo del rey, habían ido a la misma escuela y estudiado en la misma universidad. Él también era un buen joven que tenía muchas buenas cualidades. No odiaba a nadie, no menospreciaba a nadie porque vistiera de manera diferente, hablase otro idioma o creyese en otra religión. Pero su más destacada cualidad era ser absolutamente leal a su rey. Dijo a sus policías: “Tenemos un rey muy inteligente y bienintencionado que nos gobierna sabiamente. Se preocupa de nuestras escuelas y universidades, de nuestros hospitales, carreteras y ferrocarriles, de nuestros tribunales y de nuestro servicio postal. Todo esto es muy importante para nuestro país. Pero, lo más importante para el bienestar de nuestro país y de sus súbditos es que nuestro rey continúe siendo rey. Por lo tanto, estad al tanto de cualquiera que desee otro rey o que  incluso aspire a ser rey él mismo. Esas personas serán enemigos del pueblo y de los que hay que deshacerse inmediatamente.”

Los policías también eran gente buena que tenían muchas cualidades. Amaban a sus familias y no odiaban a nadie. Pero su principal cualidad era obedecer a sus superiores. Así que estaban al tanto de personas que pudieran ser enemigos del rey y por lo tanto enemigos del pueblo. Cuando oían a alguien que decía “Bueno, el hospital nuevo es algo muy bueno pero, debería tener una sala de maternidad más grande”, ellos sospechaban que criticaran al rey e inmediatamente los arrestaban.

Después de un tiempo algunos empezaron a quejarse más seriamente, diciendo que la policía no debería arrestar a personas sólo por tener una opinión diferente sobre hospitales o escuelas. Por supuesto, estas personas eran tratadas con más dureza incluso. Eran enviados a las mazmorras más profundas y sus juicios no se desarrollaban en público. La gente corriente no debía enterarse de que había tantas personas criticando el comportamiento de la policía. Y si alguien trataba de resistirse a ser arrestado la policía no podía evitar usar la fuerza incluso aunque esto no les gustase.

Los amigos y familiares de las personas desaparecidas continuaban haciendo preguntas, por lo que el rey hizo una ley en la que prohibía criticar las acciones de la policía. A los periódicos no se les permitía escribir sobre los arrestos o sobre las personas que habían desaparecido. Entre la población las opiniones eran diversas. Algunos pensaban que la policía tenía el derecho de vigilar la seguridad del rey ya que, después de todo, era un rey bueno que gobernaba sabiamente el país. Pero otros pensaban que era injusto arrestar a personas y meterlas en las más profundas mazmorras sin ni siquiera un juicio público. También se quejaban de que en la actualidad el rey gastaba más dinero en policía que en escuelas, hospitales y carreteras. Y algunos pensaban seriamente que ahora el rey debería ser reemplazado por otra persona. Cuando algunas de esas personas fueron arrestadas, el jefe de la policía pensó que eran demasiado peligrosas como para dejarlas vivas, aún incluso en las más profundas mazmorras. Aunque era muy reacio a derramar sangre, su lealtad al rey exigía que hiciese matar a esos cabecillas. No lo hizo él mismo sino que ordenó a sus policías más leales que lo hicieran. Los policías, que estaban acostumbrados a obedecer órdenes, no cuestionaron esta decisión. Ellos sólo cumplieron con su deber.

Entonces, la gente empezó a temer por sus vidas, y muchos de los que se oponían a la forma en que el país era gobernado huyeron a países vecinos.

Se puede adivinar qué fue lo siguiente que ocurrió. El jefe de la policía temió que las personas que se oponían al rey se reuniesen en los países vecinos, levantasen un ejército y volvieran para conquistar el país y derrocar al rey. Así que, se gastó incluso más dinero de los contribuyentes en fortalecer al ejército, comprar más armas y contratar más agentes de servicio secreto que espiasen a los países vecinos.

Y por supuesto, los países vecinos empezaron a tener miedo y se prepararon para defenderse.

Así que un día el rey bueno no tuvo otra opción que declarar la guerra a sus vecinos, el fiel jefe de policía no tuvo otra opción que llevar al ejército a batalla y todos los hombres buenos a los que se les había enseñado a ser tolerantes y respetuosos hacia los otros no tuvieron otra elección que coger sus armas, avanzar hacia la frontera y disparar a los hombres buenos del otro lado antes de que los disparen a ellos.

 

Informe para el Consejo de los Sistemas Solares Unidos

Traducido por Gema González Navas

Según nuestras observaciones durante las aproximadamente 10.000 revoluciones del planeta Yer,  nos vemos obligados a aconsejar urgentemente que ni este planeta ni sus habitantes puedan formar parte de los Sistemas Solares Unidos. Hay una especie de habitantes en Yer, que se consideran a sí mismos inteligentes, que durante el último millón de revoluciones se ha multiplicado tremendamente y expandido sobre todo el planeta: los llamados Nin, Orang o Humanos. Esta especie, que originariamente provienen de tres habitantes y se cree realmente inteligente, esta especie de seis billones de Nin son incapaces de coordinar sus acciones con sentido común. A menudo algunos de ellos destruyen lo que otros han creado. También se quitan comida y ropa unos a otros. Producen cosas que se supone les van a hacer la vida más fácil, pero durante el proceso de producción destruyen y envenenan la atmósfera del planeta, el agua y el suelo, haciéndose así la vida infinitamente más difícil.

Una de las peores causas de su sufrimiento es una costumbre (¿o debería llamarlo enfermedad?) que ellos llaman wojna, krieg, o guerra.  Cuando se inicia una wojna, grandes grupos de Nin se enfrentan y se destruyen mutuamente. Destruyen a los habitantes, las reservas de comida de sus enemigos y se infligen las más terribles torturas los unos a los otros. Nuestro equipo investigador intentó averiguar por qué hacían eso. Sobre este tema los Nin están en completo desacuerdo. Hay entre ellos, y esto es inusual, muchos que rechazan esta cruel costumbre y la consideran la mayor desgracia que ha caído sobre la Ninmanidad. Al contrario, otros adoran la wojna e incluso cuentan historias y ven películas relacionadas con el tema.

Los Nin que rechazan la wojna tienen diversas opiniones sobre el origen de esta costumbre. Algunos la consideran como un brote de locura que afecta a una gran parte de los Nin. Otros creen que los Nin albergan dos tipos diferentes de alma dentro de sí, una buena que ama a los otros Nin, y una mala que  odia a los otros Nin. También hay algunos que creen que la wojna no es para nada agradable pero, que por desgracia es necesario de vez en cuando.  A veces sucede que cuando dos grupos de Nin entran en una wojna ambos declaran: "Bueno, nosotros no queremos esta wojna, pero por desgracia los otros nos han obligado a ello."

Nuestro equipo investigador tiende a pensar que el problema básico de los Nin es que no son capaces de armonizar las acciones de grandes grupos interactuando. Parece que todavía no han  comprendido que ellos no son individuos separados sino conectados entre sí y con todos los habitantes del planeta. Para ejemplificar lo que los Nin entienden, se podría tomar el ejemplo de dos habitantes de Yer llamados oxen por algunos Nin. Si se colocan dos de estos oxen a la cabeza de un cierto medio de transporte, llamado vagón por algunos Nin, y uno de los oxen tira hacia el norte y el otro tira hacia el oeste, ambos acabarán en el noroeste, aunque ninguno de los dos quiera realmente ir allí. Los Nin todavía no han comprendido que están unidos a los otros seis billones de Nin como los dos oxen lo están a la cabeza del vagón. Pero sucede también que sus acciones son mucho más complicadas que tirar del vagón, y como es de esperar, los resultados de las acciones de 6 billones de Nin son aún más difíciles de calcular que la dirección del camino de los oxen. Parece que por el momento la inteligencia de los Nin no ha estado a la altura de la tarea.

Lo que sigue ahora es un informe hecho por nuestro equipo investigación sobre el origen de la wojna que en el planeta Yer.

Hace muchos, muchos miles de revoluciones del planeta, cuando los Nin todavía vivían de la caza y la recolección en los bosques, los Nin  no habían llegado todavía a conocer lo que era una wojna. Por aquellos entonces los Nin vivían en pequeños grupos y merodeaban por los bosques. Cada grupo estaba formado de unos sesenta u ochenta Nin, quizá unas diez o quince familias, como ellos  las llamaban.

Cada grupo tenía un terreno particular que utilizaban durante un año, en el que buscaban bayas y frutas, champiñones y raíces, caracoles y ranas, y naturalmente venado para poder cazar. En un área, digamos un valle en la montaña, vivían muy pocos grupos, quizás tres o cuatro como máximo porque los bosques no podían alimentar a un gran número de gente. Los Nin no sabían nada sobre reyes o jefes, sobre tribunales, policía, cárceles, y tampoco tenían ley alguna. ¿Para qué lo necesitaban? Cuando alguien hacía algo que los demás no aprobaban, se sentaban juntos alrededor del fuego por la noche y hablaban sobre ello. Cuando querían cazar gacelas, seguían al mejor cazador. Cuando llegaba la temporada de recoger la miel de las bayas salvajes, seguían a la mujer que conocía mejor a las abejas. Y cuando había  una pelea, se seguía el consejo del hombre y la mujer más ancianos porque tenían más experiencia. Los Nin vivían unidos y compartían todo lo que tenían, ya que de otra forma no hubieran sobrevivido.

Cuando un grupo se hacía muy grande tenía que dividirse, y una de las mitades tenía que encontrar un nuevo terreno en algún otro lugar. En esos casos, era posible que un grupo entrara en el territorio de otro. Y en esos casos podían incluso llegar a luchar, pero las disputas se acababan pronto. Quizás era solamente una especie de gran reyerta y tan pronto como el grupo se iba, la lucha terminaba.

Estas luchas eran la excepción y sólo sucedían cuando un grupo tenía que abandonar su territorio. Esa no sucedía muy a menudo porque las mujeres tenían que cuidar de sus bebés durante cuatro años o incluso más y eso les impedía tener más niños durante ese tiempo. De esta manera las mujeres, sin saberlo, impedían que el grupo se hiciera demasiado grande y tuviera que dividirse. Aparte de este motivo, no había ninguna otra razón para luchar. Los grupos de Nin no tenían ninguna intención de agrandar sus territorios porque no había manera de que pudieran sacar más beneficio de ellos. Tampoco  tenían ningún motivo para atacar al grupo vecino y saquearles porque no había nada que saquear. Los Nin de aquellos días solamente guardaban unas pocas provisiones. Vivían al día y recolectaban y cazaban solamente lo que necesitaban para comer en un período corto de tiempo. Y así vivieron durante cientos de miles de revoluciones del planeta.

Hace más o menos 6000 revoluciones de planeta el clima cambió en varias zonas en las que los Nin vivían. Las diferencias entre las estaciones secas y lluviosas se hicieron cada vez más grandes. Algunas plantas no volvieron a crecer y como consecuencia, los animales que vivían en esas plantas desaparecieron también. Pero ciertas plantas, cuyas semillas eran como almendras duras, pudieron mantenerse especialmente bien bajo este clima. Y los Nin se dedicaron a cuidar y a poner toda su atención en estas plantas para poder cosechar mucha más comida en una zona pequeña en lugar de ir de un lado a otro y recoger lo que podían encontrar. Y así los Nin no quisieron nomadear nunca más y establecieron los primeros pueblos y se convertieron en granjeros. Todavía seguían manteniendo muchas de sus costumbres de caza, y así, en vez de ir a cazar juntos ahora trabajaban juntos en el campo. La tierra no pertenecía a nadie, o pertenecía a todos. Cuando había temas que discutir que concernían a la comunidad los habitantes del poblado se reunían y discutían el problema. No eligieron líderes, pero cuando había que hacer alguna actividad que necesitaba ser organizada como, por ejemplo, limpiar una nueva sección del bosque, o construir un nuevo centro comunitario, o ir de caza,  elegían a un hombre o a una mujer que sabía sobre el tema para que se encargara de organizarlo. Y solía suceder que los hombres seguían yendo a cazar el cada vez más escaso venado y las mujeres hacían una gran parte del trabajo en el campo. Pero como la comida más importante venía de los campos, las mujeres, casi siempre eran más importantes y tenían más que decir que los hombres.

La vida en la granja tenía sus ventajas y sus dificultades. La gente se hizo dependiente del grano. Cuando eran cazadores y recolectores no importaba si un tipo de planta no crecía bien un año porque había cientos de otras en los bosques. Ahora tenían que pasar hambre cada vez que había sequía. Su comida era también mucho más uniforme, sin tanta variedad, y eso hizo que tuvieran problemas con sus dientes y que sus hijos no crecieran tanto. Y el trabajo se hizo duro y monótono. La vida no era tan variada ni excitante como antes, pero no había manera de volver a la vida anterior porque los cazadores y recolectores necesitaban mucha más tierra que los granjeros.

Lo único nuevo es que ahora no vivían al día. Podían producir más de lo que consumían y podían almacenar comida. Así tenían siempre algo guardado para cuando venían malos tiempos, algo de reserva para cuando hubiera una sequía o una inundación. Y cuando sus reservas aumentaban incluso podían invertir en el futuro. De manera que cuando tenían almacenado suficiente grano, podían, por ejemplo, permitirse cultivar menos campos. Otras personas decidían cavar un dique para irrigar para que la cosecha del año siguiente fuera todavía más fructuosa y la sobreproducción aumentara y de nuevo poder hacer su vida más cómoda o invertir de nuevo el beneficio en algo diferente. Pronto se empezó a no necesitar a todo el mundo en los campos y como consecuencia algunos se hicieron herreros o empezaron a dedicarse a la cerámica. Y así sucesivamente se iban desarrollando nuevas habilidades que hacían el trabajo de todo el mundo más fácil para el futuro.

Se permitió también que algunos de ellos se dedicaran a las curaciones, a los rezos, o a escribir cantos. Es verdad que estas cosas no incrementaban los beneficios económicos, pero enriquecían la vida de todos y la hacían más agradable. Así, lenta y agradablemente, llegó el progreso. Se empezaban a hacer joyas, se pintaban dibujos y se esculpían estatuas. También se componían cantos, se contaban historias, se hacían ropas cada vez más bonitas y se bailaban bailes cada vez más complicados. Todos vivían en paz.

En otras regiones los cazadores seguían a las hordas de animales ungulados. Las gacelas, los ciervos, las ovejas y las cabras pastaban en las llanuras durante el invierno y en las mesetas durante el verano. Los cazadores los seguían cuando emigraban. En las llanuras encontraban dátiles; en las faldas de la montaña encontraban bellotas, almendras y pistachos; en las colinas encontraban manzanas y peras; y a diferentes alturas y en diferentes estaciones encontraban bayas salvajes maduras. Cuanto mejor se les daba la caza, más selectivos se volvían eligiendo los animales que serían su presa. Las hordas se reproducían mejor cuando, tras matar muchos machos, esparcían a las hembras. Los cazadores también mataron osos, lobos y zorros para que no dañasen a sus animales, a la vez que los llevaban a zonas en las que los podían proteger mejor. Las ovejas y las cabras eran menos tímidas que las gacelas y los ciervos y por ese motivo se acostumbraron más fácilmente a la presencia los humanos, y los humanos a la suya. Así fue como los cazadores se convirtieron en pastores. La vida de los pastores era bastante similar a la vida que los cazadores habían llevado anteriormente: todavía recorrían los pastos durante el año y, naturalmente, seguían cazando animales que no podían domesticar. Como la caza era todavía una actividad masculina, los hombres consideraban que la horda de animales era su propiedad y así, entre los pastores, la vida de un hombre Nin contada más que la vida de una mujer Nin.

Los pastores y los granjeros se encontraron los unos a los otros. Cada uno tenía algo que el otro podía utilizar. Los pastores obtenían grano, pan, cuencos de barro y muchas más cosas de los granjeros. Y los granjeros, a cambio, obtenían carne, cuero, frutas salvajes y nueces. Pero un día el jefe de los pastores, que era también un gran cazador, descubrió que era posible coger de los granjeros lo que querían sin tener que darles nada a cambio. Los granjeros, que ya no estaban acostumbrados a cazar, no eran buenos luchadores. Los pastores no habían olvidado todavía su antiguo mundo dedicado a la caza y los granjeros eran para ellos algo parecido a un nuevo tipo de venado. Y así se acostumbraron a atacar a los granjeros y a saquearlos regularmente.

Pero no debemos inferir por su conducta que de repente se habían convertido en malos Nin. Simplemente estaban manteniendo su antigua forma de vida aplicándola a una nueva presa: los granjeros, su ganado y sus reservas de grano. Entre ellos seguían siendo tan amables como antes y ayudándose mutuamente. Compartían lo que cazaban, solucionaban sus problemas conjuntamente y eran buenos con sus hijos. Eran cazadores, no guerreros, pero aún así trajeron la wojna al mundo.

¿Por qué fueron capaces de continuar atacando y saqueando los poblados de los granjeros? Porque los granjeros simplemente podían seguir produciendo más comida de la que necesitaban para ellos mismos. Pero siempre había alguna forma de que los granjeros consiguieran producir una nueva cosecha si los cazadores no saqueaban completamente las provisiones, si no se llevaban todas las ovejas y los cerdos con ellos o si no prendían fuego a los campos. Y de esta manera volvía a haber algo que los cazadores podían robar. Con el paso del tiempo los cazadores acordaron con los granjeros el pago de un tributo: si éstos les daban voluntariamente grano y carne, aquéllos no les atacarían nunca más sino que les protegerían. Como consecuencia los cazadores se convirtieron en los gobernantes y guerreros, y los granjeros en trabajadores. Y de repente algo muy extraño sucedió: aunque los gobernantes y los guerreros no daban un palo al agua y se llevaban gran parte de lo que los granjeros producían, resultó que acabó habiendo una mayor sobreproducción que cuando los granjeros decidían libremente su propia producción. Los granjeros ahora guardaban menos de lo que producían aunque producían más que antes. Antes, cuando podían decidir libremente cómo usar su tiempo no habían podido conseguir lo máximo que un Nin podía conseguir y no habían satisfecho las necesidades más básicas que un Nin tenía. ¿Qué Nin libre, estando en su sano juicio, hubiera hecho eso? Pero eso era exactamente lo que los gobernantes les obligaban a hacer: trabajar tanto como pudieran y contentarse con satisfacer sus necesidades mínimas. Y como esta comunidad de guerreros y granjeros producían un mayor excedente que otras comunidades, se construyeron más canales de irrigación, se forjaron más herramientas y se inventaron más cosas que en otros lugares. Se podían construir más armas y mejores fortificaciones, e incluso más templos y alimentar a más sacerdotes que en otros lugares. En una frase: esa comunidad era con diferencia superior a las otras; podía crecer más deprisa, conquistar a otras comunidades y forzarlas a adoptar su mismo estilo de vida.

Las antiguas tribus cazadoras nunca habían querido incrementar el tamaño de sus territorios de caza porque no habrían sabido cómo utilizarlo. Los granjeros tampoco habían deseado aumentar el tamaño de sus tierras porque no habrían sido capaces de trabajarlas. Pero los nuevos gobernantes querían subyugar cada día a más pueblos porque cuantos más pueblos dominasen más tributos recogían, y cuantos más tributos, más dinero podían utilizar para hacer mejoras que aumentaban su poder cada vez más. Esto se iba haciendo necesario porque cada día había más comunidades de guerreros y granjeros en otros lugares de los que había de cuidarse y defenderse. De esta manera la guerra se convirtió en una institución cotidiana, incluso un hábito.

Hagamos un pequeño resumen de esta triste historia. Cuando los Nin vivían en libertad utilizaban su tiempo libre en actividades que les hacían la vida más placentera: componían música y bailaban, contaban historias, fabricaban joyas, cosían ropa cada vez más bella o se pintaban del cuerpo. Pero cuando los guerreros dominaron a los Nin, les obligaron a producir tanta comida como les era posible para que ellos, por otro lado, pudiera poseer metales, producir armas, construir murallas de defensa y castillos, y todo tipo de cosas que en realidad no hacían más que traer sufrimiento y dolor a los Nin.

Pero paradójicamente, en las tierras de los guerreros acabó habiendo cada día ropas más bellas, joyas más preciosas, estatuas más grandes y mejor música. ¿Cómo fue posible? Porque todas estas cosas eran solamente para los gobernantes. Hacían que los mejores artistas vinieran a sus palacios y les daban comida, casas y preciosos ropajes para que pudieran pasarse todo el día practicando y mejorando su talento. Pero las actividades artísticas no estaban al alcance de los Nin de a pie.

Cuando los Nin eran libres tenían músicos y orfebres en cada pueblo pero no tenían mucho tiempo para mejorar sus habilidades. Los guerreros eran más ricos  que los Nin libres, pero sólo porque la mayoría de los Nin que pertenecían a esta gente vivían en estado de pobreza e ignorancia, y sólo el gobernante y los guerreros tenían acceso a la riqueza. Por eso los guerreros eran más poderosos que los Nin que vivían libres y pudieron conquistarlos.

Entonces el planeta Yer se convirtió en un planeta lleno de guerra, pillaje y represión. La forma de vida que prometía más diversión no triunfó. En su lugar se impuso la forma de vida que producía el mayor excedente e incrementaba el progreso al mayor ritmo. Se explicará ahora a lo que esta forma de vida condujo utilizando ejemplos del área llamada Imperio Romano:

Los príncipes guerreros se dieron cuenta rápidamente que podían llegar a ser todavía más ricos si convertían en esclavos a sus enemigos porque los esclavos no tenían derecho alguno. Éstos tenían que trabajar como animales e incluso se les podía tratar peor que a los animales. Es verdad que un esclavo sólo trabajaba cuando se le forzaba y que, al tratarle peor que a un animal, no vivía mucho. Pero esto no importaba porque siempre se podían librar nuevas guerras y conseguir nuevos esclavos. Esto produjo que en Roma, nadie que no fuera un esclavo quería trabajar porque el trabajo era sólo cosa de esclavos. El Imperio Romano libró constantemente guerras para capturar más esclavos que hicieran todo el trabajo y alimentaran a los pobladores del Imperio. Los romanos libres eran o soldados o parados que no hacían nada, excepto unos pocos que eran oficiales del emperador o propietarios de tierra y de esclavos. El Imperio Romano seguía librando guerras para poder expandirse cada vez más. Llegó un momento que dominó casi el mundo entero pero también un momento en el que colapsó. Había llegado a ser tan grande que no había suficientes soldados romanos que defendieran tan lejanas fronteras y al mismo tiempo fueran capaces de vigilar a los esclavos de todo el país. Hubo un momento en el que la guerra no aumentó el poder del imperio sino que lo debilitó tanto que el imperio se hundió.

Otros imperios ocuparon su lugar. Aparecieron otras formas de estructurar la sociedad. Pero hubo una característica que continuó siendo igual: las formas de organización social que procuraban la forma más agradable de vida a la gente no triunfaron, sino que lo hicieron las formas de organización social que producían más excedente. Esos imperios o estados que conseguían el mayor excedente podían siempre subyugar a otros e imponerles la estructuración social que ellos querían.

Esto nunca cambio y por eso la wojna continúa existiendo tan cotidianamente en la vida de los Nin. Todavía hoy, los Nin utilizan gran parte de su excedente en producir nuevas y mejores armas. Todavía hoy tienen armas con las que pueden borrar toda la vida del planeta y por eso se han convertido en el gran peligro de todo el planeta Yer.

Sólo cuando los Nin lleguen a entender que la wojna y la represión tan sólo crean riqueza aparente, sólo entonces podrán  encontrar una nueva forma de vida en sociedad. Pero para llegar a ese estado también tienen que entender que la verdadera riqueza no consiste en tener tantas posesiones como sea posible para seguir produciendo cuanto más sea posible, y así sucesivamente. Para los habitantes de este planeta, la verdadera riqueza también tiene que significar un mundo en el que la mayor parte de los Nin dispongan de cuanto más tiempo posible para hacer música, bailar, charlar con los otros, jugar, escribir poesía, pintar, contar historias, hacer deporte. En una palabra, hacer la vida más bella. De otra forma la wojna puede destruir el planeta entero como una vez destruyó el Imperio Romano.

Pero de cualquier forma, no cabe duda, al menos en opinión del equipo investigador, que no se puede admitir a los Nin a formar parte de los Sistemas Solares Unidos, a menos que no lleguen a entender las normas más básicas de la vida comunitaria en grandes grupos.

Hablando Claro

Traducido por Gema González Navas

Ahora me gustaría hablar claramente sobre algo, especialmente ahora que muchos se andan por las ramas, ahora que nadie dice lo que realmente piensa porque no es correcto, no es costumbre o porque nos trae recuerdos que es mejor dejar enterrados. Precisamente por eso es necesario que alguien cuente las cosas como son.

Por supuesto que los extranjeros, incluso en el sur y en el este, son gente también. Nadie pone eso en duda. Tienen ojos, boca y nariz como nosotros. Sienten amor y miedo como nosotros y tienen talento o son tontos como nosotros y así sucesivamente. Está claro que entre ellos, al igual que entre nosotros, los hay más o menos decentes y que cuando crecen en las circunstancias apropiadas no tienen más propensión al crimen que la que podamos tener nosotros. Pero no se trata de eso. Se trata de esto: nosotros tenemos que defender nuestra cultura, tenemos que defender nuestra riqueza sin la que nuestra cultura no existiría. El hecho es que aquí vivimos en uno de los países más ricos del mundo. Y esto también va para todos aquellos que pueden leer estas palabras, para los alemanes tanto como para los suizos o los austríacos. Aquí tenemos prosperidad y una estructura social segura con las que los griegos o los polacos sólo pueden soñar. Los etíopes o los colombianos no pueden ni siquiera imaginárselas. Afrontemos los hechos como son: de los seis billones de habitantes del mundo, sólo un billón vive en las 'naciones industrializadas' y curiosamente ésos somos nosotros.

¡Nosotros, el sexto de la humanidad, somos dueños de cuatro quintos de la riqueza de la Tierra! Consumimos el 70% de la energía, el 60% de la comida y el 85% de la madera de la tierra. ¿Qué pasaría si los otros simplemente vinieran y pidieran su parte? Hasta ahora no han sido más que un millón o millón y medio de pobres diablos que llegan a nosotros huyendo de persecuciones policiales, de guerras o de hambre. ¡Bueno, pero ahí fuera no hay millones sino unos cuantos billones de pobres diablos llenos de envidia de nuestra prosperidad! Nosotros, el sexto más rico, tenemos sesenta veces más que el sexto de los más pobres. Es una realidad que se tiene que asumir completamente sin avergonzarse falsamente de ello. Un alemán consume tanta gasolina como diez africanos negros. Un alemán emite tanto CO2 en el aire como 65 negros. En nuestra parte del mundo hay un coche por cada dos habitantes, contando a los niños. En la India, hay un coche por cada 455 personas. ¡Afrontémoslo, si todos ellos quisieran vivir como nosotros, acabaríamos con el planeta! No hay suficiente petróleo en el mundo para que los negros y los chinos conduzcan coches también. ¡Esos son hechos!

Todo aquél al que le guste hablar de justicia mientras se toma una taza de café no tiene más que pensar en cuánto está pagando por ese café. Hace diez años los negros de ahí abajo y los indios de Latinoamérica obtuvieron de nosotros el equivalente de una locomotora por 13.000 sacos de café. Hoy si quieren comprarnos una locomotora tienen que enviarnos 45.000 sacos. Pero uno no puede quejarse y decir que eso es malo para nosotros. A ninguno de nosotros le gustaría prescindir de café barato. ¿Cuántos de los que adoran hablar de justicia compran voluntariamente el café caro de las tiendas de solidaridad con el Tercer Mundo? ¿Quién se pregunta, al comprar una falda de algodón barata de la India o un precioso pañuelo de seda, si son baratos porque están relacionados con la explotación laboral infantil? No, la caridad comienza en casa. Nuestra prioridad es pensar en nuestro futuro y en el de nuestra familia y eso es natural. Los indios o los chinos harían lo mismo si ellos fueran las naciones que dirigiesen el mundo.

No nos engañemos: el orden mundial entero descansa en la supremacía de los blancos. ¿Dónde están situadas las naciones industrializadas? En América del Norte, en Europa, en Australia, en Sudáfrica, en Japón. Ahora no podemos contar ni siquiera a Rusia. Ahí son casi todos blancos, sin contar a los japoneses.

Y las naciones industrializadas dan por sentado que tienen que hacer cualquier cosa para proteger su supremacía en el mundo, principalmente por medios políticos y económicos en nuestros días. No estamos sólo protegiendo nuestras fronteras contra la entrada de refugiados de los países pobres, sino también nuestros mercados de sus productos. Por ejemplo, no nos interesan tanto sus manufacturas textiles como sus materias primas. Importamos su cacao, pero nunca chocolate. Después de todo tenemos que proteger nuestra industria textil y chocolatera de la competencia. En verdad no tenemos el mínimo interés en que los países de ahí abajo establezcan sus propias industrias o se desarrollen. Lo que queremos es seguir vendiendo nuestros productos industriales a alto precio y comprarles materias primas baratas.

Pero, ¿serán estas medidas económicas y políticas, como la unidad europea, siempre suficientes para asegurar nuestra supremacía en el mundo? ¿No se tendrán que convertir algún día en medidas militares? Cuando asistimos al colapso del Imperio Rojo, algunas personas actuaron durante una temporada como si fuera a llegar la paz eterna. Pero para los más previsores estaba claro que los problemas no vendrían tanto del Este como del Sur. Desde la guerra del Golfo, una cosa quedó clara: cuando Saddam Hussein intentó quedarse con Kuwait, la quinta parte más rica le echamos un buen rapapolvo como venganza. Por suerte estábamos tratando con un verdadero dictador y con una violación del derecho internacional, así nadie podía decir que no teníamos derecho a hacerlo. Pero no fue sólo Saddam el que probó el significado de la superioridad tecnológica-militar. La guerra televisada mostró a todo el Sur quien eran los dueños del mundo. Y el señor Milosevic, que también por suerte es un dictador y un criminal de guerra, nos hizo un favor semejante para que nadie se atreviese a señalarnos haciéndonos co-responsables de la guerra al rechazar nuestros ultimátum y otros actos diplomáticos. Mirándolo con perspectiva, estas guerras nos fueron necesarias.

¡No nos engañemos! No nos engañemos tampoco con la imagen que creemos que ellos tienen de nosotros. Cada uno de nosotros puede comprar claveles de Colombia en mitad del invierno por 100 pesetas. ¿Y acaso alguien se pregunta cómo es posible? ¡Hay aviones que cada día vuelan la mitad del mundo solamente para traernos flores recién cortadas del otro lado del globo! Ni siquiera los emperadores de la antigua Roma podían costearse esos lujos. ¿Acaso no somos los aristócratas del mundo? Seríamos bastante ingenuos si pensásemos que los cinco sextos restantes nos adoran.

Obviamente no todos nos beneficiamos de la misma manera de nuestra preeminencia en el mundo. A unos pocos no se les tiene tanto en cuenta; pero contra eso no se puede hacer nada. Nuestro sistema es meritocrático como una competición de esquí: que uno sea doscientas centésimas de segundo más lento que el otro, no quiere decir que, por eso, sea peor esquiador. Pero, de acuerdo con las reglas, sólo tres pueden obtener una medalla y el resto nada.

Pero nuestro sistema no es solamente meritocrático sino también un sistema de bienestar. Y los más pobres de nuestra parte del mundo, que recibe ayuda del estado de bienestar, todavía viven mejor que mucha gente de Mozambique. Pero no se trata de eso. Hay algunos que saben que nunca ganarán una medalla, que nunca pertenecerán a la clase de los que tienen éxito y son famosos. Estos están frustrados y no se puede hacer nada para evitarlo. Por supuesto que sería muy agradable cambiar nuestra escala de valores y situar la amistad, la simpatía, el humor, o la capacidad de ser feliz y disfrutar la vida en lo alto de la escala, pero si lo hubiéramos hecho así no habríamos llegado a ser tan prósperos como somos hoy. Tienes que entenderlo, debemos nuestra prosperidad a nuestro sistema de valores, en el cual el éxito se sitúa como el valor privilegiado de la lista.

Y la gente que se queda con los últimos restos, que se siente inútil y no necesitada, se siente humillada y está llena de rabia. ¿Acaso no son ellos también blancos europeos, alemanes, miembros de los países industrializados? ¿Acaso no forman parte del grupo de los que se dicen ser la sal de la tierra? ¿Por qué no pertenecen a él? Naturalmente esta gente, en su mayoría joven, no pueden entender por qué, por un lado, nos dejamos llevar en un grado extremadamente limitado por nuestras consideraciones humanitarias en nuestras actividades económicas en el mundo, y, por otro lado, todavía seguimos dando ayuda humanitaria a un grupo fundamentalmente pequeño e insignificante de gente. Su razonamiento, naturalmente simplificado, defiende que si nos presentamos como los señores de todos los pueblos a nivel político y económico, por qué no podemos también hacer lo mismo con respecto a los miembros individuales de los grupos de extranjeros, especialmente con los que están en nuestro propio país.

Ellos pasan por alto el hecho de que un mínimo de humanidad es necesario para mantener nuestra reputación en el mundo, lo cual, por supuesto, también contribuye a nuestros éxitos económicos. También pasan por alto el hecho de que el coste de ese ejercicio de humanidad no es tan alto. Los bancos alemanes por sí solos ganan cuarenta y cinco veces más con los intereses de los préstamos a países en vías de desarrollo de lo que los gobiernos federales gastan en ayuda a refugiados y a demandantes de asilo. De todos modos, aquí hay sólo tres refugiados por cada mil residentes, mientras que en países como Malawi hay 105 refugiados por cada mil residentes. Afortunadamente el 85% de los refugiados de todo el mundo se quedan en el Tercer Mundo de todas maneras.

Pero todavía uno tiene que mostrar cierto grado de entendimiento con esos enfervorizados y radicales jóvenes y no demonizarlos como extremistas de derecha o neonazis puros y duros. Por supuesto que no es agradable prender fuego a las residencias de los demandantes de asilo o ir dando palizas racista por ahí. Eso es primitivo y cruel, pero, sobre todo, estas acciones extremas perjudican nuestras relaciones internacionales y nuestra política comercial exportadora de forma directa. Pero detrás de esos estúpidos excesos, que repito siento que son completamente deleznables, hay un sentimiento y un pensamiento totalmente realista: hay que construir un muro que nos proteja de las embestidas del Sur.

Pero no debemos permitir esos excesos. Debemos mantener el orden. Por otro lado, debemos reconocer que la premisa que esos excesos expresan es completamente saludable y el resultado lógico de nuestra posición de poder económico y político en el mundo. Y probablemente, sí probablemente, algún día necesitemos esa actitud básica mucho más que hoy porque, quién puede decir que un día no tendremos que defender nuestros logros y nuestra posición en el mundo incluso militarmente. Pero habrá un día que el cántaro se rompa y sea necesario defender nuestra cultura, nuestros valores e incluso nuestra riqueza y preeminencia en el mundo hasta el final. Y solamente podremos hacer eso con una saludable y fuerte actitud de 'Alemania primero', 'Austria primero', o 'Europa primero', firmemente ancladas como valores fundamentales de nuestras culturas en la mente y en el corazón de la gente. ¡Tenemos que entenderlo claramente y no dejarnos engañar!

Un europeo.

La Bomba

Traducido por Gema González Navas

En la cafetería la gente hablaba sobre lo que había que hacer en caso de guerra nuclear. El señor Balaban dijo, "¡Si tiran la bomba, debes darte un baño, envolverte en una sábana blanca, y caminar despacio al cementario!"

"¿Por qué despacio?"

"Para no causar pánico", dijo el señor Balaban.

Prólogo

Traducido por Gema González Navas

La Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el año 2000 el "Año de la Cultura de Paz". Por este motivo decidí aunar toda esta colección de historias.

Desde que empecé a escribir libros para niños, he considerado importante abordar el tan difícil tema de la guerra y la paz de una manera que sea comprensible para los niños. Me parece que no es suficiente decir a los niños que la guerra es terrible y que la paz es mucho más agradable. Esto, en sí mismo, constituye ya un adelanto si consideramos que hubo en su día una literatura juvenil que glorificaba el ejército y los episodios bélicos. Pero la mayoría de los niños de nuestras latitudes saben que la guerra es algo terrible y que la paz es mucho más agradable. Sin embargo, ¿es la paz posible?, ¿o es la guerra un mal inevitable que vuelve constantemente a afectar a la humanidad?, ¿acaso no aprendemos tanto en la clase de historia como en el telediario que la guerra ha existido y todavía existe en cualquier rincón del mundo? La cultura de paz, el entendimiento entre los seres humanos, la resolución pacífica de los conflictos: todo esto está bien y es bueno, ¿pero qué sucede si los demás no están de acuerdo?

No puedo imaginar cómo vamos a eliminar la guerra de la historia de la humanidad si no buscamos las causas profundas de la guerra. Solamente cuando se conoce el origen de una enfermedad se puede combatir con métodos precisos y eficaces.

Es verdad que falté a casi todas las clases de historia en la universidad, pero en casa he continuado hasta la fecha estudiando historia porque, como escritor, la pregunta de qué determina las acciones y los pensamientos de la gente está siempre rondándome en la cabeza. Desde luego no pretendo haber encontrado la piedra filosofal o intentar explicar en mis historias las causas de la guerra. Tampoco puedo presentar el remedio milagroso para evitar futuras guerras. Sin embargo estas historias quieren ser algo más que 'catalizadores para el pensamiento'. Los escritores estamos constantemente intentando dar a la gente algo sobre lo que pensar, pero en algún momento, alguien tiene que empezar a ponerse a pensar. Las historias que he recogido aquí intentan sugerir una línea que el lector puede desarrollar, dar una pista por dónde y cómo empezar a buscar las causas de la guerra.

Probablemente la mejor manera de resumir las intenciones del libro es la siguiente: Intento mostrar cómo nuestras acciones pueden interconectarse de una manera tal que condenen a perecer a aquellos que no intenten por todos sus medios conseguir sus propios objetivos. Pero, por otro lado, existe la posibilidad de que si cada uno de nosotros intentamos promover nuestros propios intereses, podemos también, aunque no sea nuestra intención, acabar perdiendo más de lo que ganamos o haciéndonos a todos más daño. La única manera de resolver este dilema parece pasar por la necesidad de que todos nos comuniquemos y coordinemos nuestros actos. La lección parece realmente sencilla, pero lo más difícil es descubrir los complejos modos en que las acciones de los individuos, los grupos, las naciones y los estados de este planeta están interconectados. Intento enseñar a los niños y niñas a empezar a descubrir esa especie de mecanismo social. En ese sentido, creo que éste es un enfoque novedoso dentro del campo de la literatura infantil.

Concebí la historia de "El soñador" en un taller de una semana organizado por la asociación cultural 'Fuegos Artificiales' en el valle de Oetz en el Tirol. El tema del taller era 'Libre como el viento y las nubes' y escribí con los niños el 'Libro del viento y de las nubes'.

"El Niño Azul" lo escribí para una serie infantil televisiva llamada 'Siebenstein' de la cadena alemana ZDF. Lo escribí justo después de la caída del muro entre Alemania del Este y del Oeste en 1989, cuando todo el mundo estaba convulsionado por una euforia de paz que duró bien poco. Cuando la historia apareció publicada en un libro, ya habíamos dejado atrás la Guerra del Golfo. Esta historia cuenta como el endurecimiento del alma puede producir miedo. El meollo de la historia no es que el niño tira finalmente el fusil, sino por qué lo tira.  El "podrías deshacerte de tu fusil", no es suficiente. Lo primordial es tener esperanza para cambiar.

"El Planeta de las Zanahorias" muestra como un sistema social concreto puede desarrollar una dinámica propia, que casi imposibilita cambios en dicho sistema, y en la que incluso los más desfavorecidos de dicho sistema pueden llegar a ser sus defensores.

"La Extraña Gente del Planeta Hortus" trata simplemente sobre los costes económicos ocasionados por una guerra.

"Cuando llegaron los soldados", muestra de una forma condensada, que ya pueden entender niños bastante pequeños, que la conquista y la explotación son la esencia de la guerra, no la diferencia de opinión ni de raza ni de cultura o los conflictos de intereses. Expone que una sociedad igualitaria no tiene necesidad de conquista mientras que una sociedad jerárquica no puede existir sin conquista. El tema se trata de manera más extensa en Informe al Consejo de los Sistemas Solares Unidos.

"La Gran Guerra de Marte" es un intento de demostrar como el hecho de que todo el mundo persiga su propio interés - de hecho inofensivo - puede conducir a resultados no deseados.

De igual manera, "El Esclavo", ilustra cómo la gente puede llegar a crear sistemas de los que ellos mismos se pueden convertir en sus prisioneros.

Escribí "Los Granjeros a los que se les daban bien los números" después de leer 'La lógica de la acción colectiva' del economista Mancur Olson. En su libro, el autor demuestra con confianza cómo es teóricamente imposible que un gran grupo de individuos actúe racionalmente por sus propios intereses (éste es el modelo favorito de los economistas modernos) para hacer algo juntos por una causa común, incluso si todos saben que sería mejor para todos si cada uno se comprometiese a esta causa. Él también demuestra por qué es más fácil para grupos pequeños y más manejables hacer algo por una causa común que para grupos grandes.

"La Extraña Guerra" muestra una de las formas posibles de resistencia pasiva. El tipo de resistencia depende obviamente de las metas de los agresores. Si los agresores intentan exterminar al otro grupo, esta forma de resistencia pasiva no será posible. Pero la mayoría de las guerras se hacen para subyugar a un pueblo, no para exterminarlo.

Arobanai trata de la vida de los pigmeos como ejemplo de un modo de vida de cazadores y recolectores. Está basado en la investigación llevada a cabo por Colin Turnbull.

"Serpiente Estelar" es la historia de un joven guerrero azteca así como la historia del nacimiento del reino azteca.

"Serpiente Estelar" y "Aronbanai" contrastan uno de los pueblos más pacíficos y amorosos que hayan vivido en este planeta con uno de los más crueles y guerreros. Se deben leer juntas para poder comparar los diferentes aspectos de las vidas de ambos pueblos. ¿Cómo es posible que seres de la misma especie sean tan diferentes en sus sentimientos, sus pensamientos y sus acciones?

"Los Dos Prisioneros" nos introduce al conocido 'dilema del prisionero' de la teoría de juegos. Es un modelo clásico que muestra cómo el intento racional de obtener un beneficio para uno mismo puede sin embargo dañar a todos los implicados. En cuanto uno acepta las condiciones del modelo, no hay solución.

Escribí Justicia  para  un congreso sobre libros para niños celebrado en Israel en 2001. “Justicia” es un concepto muy ambiguo y a menudo se abusa de él. ¿Qué es una distribución justa de los bienes? ¿Dar a todo el mundo lo que se merece? ¿O dar a todo el mundo lo suficiente para que tengan una vida decente? ¿Y quién decide?
Y si alguien comete un crimen, ¿qué es un castigo justo? ¿ojo por ojo? ¿Debería un asesino ser asesinado? ¿Debería un violador ser violado? Y, ¿qué hay de los asesinos múltiples? Solo puedes matar a una persona una vez. Para los asesinos de mis abuelos, que fueron asesinados en el holocausto, nunca podría existir un castigo “justo”. Y para mi padre, que sobrevivió, nunca podría existir una compensación “justa”. Mi padre nunca buscó justicia ni venganza. Su objetivo en la vida era entender lo que había ocurrido, cómo podía haber ocurrido y cómo se podría evitar que ocurriera algo similar en el futuro.

Dinero trata de la conquista económica. Acontecimientos tales como el descrito ocurrieron muchas veces en la historia del colonialismo.

Esta historia también trata de explicar el aspecto más misterioso del dinero: ¿Por qué se puede obtener algo por él? Todas las anteriores formas de dinero son relativamente fáciles de entender: Las personas estaban deseando intercambiar cosas útiles por dinero porque las cosas que eran usadas como dinero también eran útiles. Granos de cacao, conchas de cauri, camellos, cobre, plata u oro: se sabía que se podían cambiar por casi todo porque eran cosas útiles en sí mismas. Se podrían comer, ordeñar, montar o convertir en herramientas o joyería. Cualquier cosa que mucha gente quiera tener sirve como dinero, como moneda de cambio. Hoy en día se acepta papel moneda sin valor (no, el banco no garantiza darte oro por ello. Eso era hace mucho tiempo), porque se necesita el dinero del gobierno para pagar los impuestos. Este es el simple secreto.

 

 

La Historia de un Rey Bueno la escribí en Corea en 2010. Asistí a una reunión de escritores e ilustradores de todo el mundo. Todos ellos habían contribuido a una colección de historias de paz y se habían reunido para celebrar la publicación del libro. Se habló mucho sobre el poder del amor y la importancia de la tolerancia y la amistad. “Cuando las personas cantan y bailan juntas no lucharán entre ellas en un futuro”, fue una afirmación muy aplaudida. No me gustó contradecir esta afirmación pero tuve que hacerlo porque simplemente, ésta no es verdad. ¡Cuántas veces en la historia ha ocurrido que personas que han sido buenos amigos y vecinos se encuentran de repente en lados opuestos del frente de batalla! A pesar de que la tolerancia, la amistad y el amor son valores indispensables, no son suficientes. Debemos también enseñar a nuestros hijos, pensamiento crítico y un punto de vista analítico del mundo. Tenemos que ayudarlos a ver a través de la propaganda política y la retórica de la paz. Y lo que es más importante, tenemos que entender y ayudar a nuestros hijos a entender que el comportamiento de un grupo difiere del comportamiento individual de las personas que lo forman. Los países no empiezan a luchar porque no se gustan entre sí. No se puede utilizar la psicología para explicar el comportamiento de países, tribus, sociedades o comunidades religiosas porque tales organizaciones están compuestas de muchos individuos con diferente psicología, diferente visión del mundo, intereses diferentes y un conocimiento muy limitado de lo que los otros miembros del grupo son capaces de hacer. El comportamiento del grupo es determinado por el comportamiento de todos sus miembros, pero el resultado puede ser completamente diferente de lo que cualquier miembro del grupo individualmente haya intentado alcanzar. Como ejemplo escribí esta historia.

"El Informe para el Consejo de los Sistemas Solares Unidos" resume todos los temas, y quizás es lo que el Niño Azul descubrió durante los años en los que estudió el Planeta Azul mientras miraba por el telescopio. Fue en el mismo taller en el valle de Oetz donde escribí los primeros borradores de esta historia. Se animó a los niños a que me pidieran que les contase historias, y una niña, que por casualidad tiene mi mismo apellido y cuyo nombre es Nina, me trajo una nota que decía: "Martin, por favor, dime por qué hay guerras". La historia esta basada, entre otras cosas, en la investigación de Lewis Mumford (El Mito de la Máquina), pero también en mis propias reflexiones.

Solía pensar que había habido una época en la que la humanidad no conocía la guerra. Cuando leí el libro de Jane Goodall's sobre la guerra de los chimpancés, tuve que revisar esta opinión. Incluso en la época de los cazadores y recolectores podía suceder que un grupo, en aras de encontrar nuevo territorio para la caza, entrara en conflicto territorial con otro grupo. Uno de los grupos abandonaba el territorio y así se saldaba el conflicto. Las guerras podían tener lugar, pero no eran un elemento esencial de las culturas. Pero con la llegada de la agricultura, el cultivo y la ganadería, la gente empezó a poder almacenar provisiones e incluso tener tiempo para las guerrear. En cuanto a las víctimas, sus provisiones podían robarse sin necesidad de destruir a sus propietarios. La guerra se convirtió en una institución permanente porque servía como medio para aunar los excedentes de los grupos mas pequeños de población e invertirlos en estrategias que resultasen en un incremento de la productividad. Osea, en la producción de más excedentes que de nuevo podrían invertirse en el progreso del grupo. Y este sistema fue mucho más eficaz a la hora de procurar la subsistencia del grupo que las negociaciones o las asociaciones voluntarias lo hubieran sido. Las motivaciones de los individuos detentando el poder o de los guerreros no eran tan importantes. En la naturaleza, la aparición de cuernos, por ejemplo, son producto de mutaciones azarosas. Que los cuernos permanezcan o desaparezcan en las distintas especies depende de si éstos facilitan o impiden la capacidad reproductora. El jefe de una tribu podría haber declarado la guerra a su odiado vecino por razones de prestigio, causas religiosas, por pura arrogancia, por agresividad acumulada, por frustración sexual, lo que fuere. Pero la guerra, como institución, es capaz de perdurar por varios motivos. Primeramente, porque promueve la concentración de la población en grandes imperios y esto facilita consecuentemente la acumulación de excedentes. En segundo lugar, porque la guerra exige que una gran parte de la población produzca más excedentes que ellos hubieran estado dispuestos a invertir voluntariamente en el bien común o en el futuro. Y finalmente, la guerra continúa porque de alguna manera promueve progreso en tanto que desarrolla la productividad del trabajo humano. Sin embargo, las ventajas sociales no tienen que representar necesariamente ventajas para el individuo. Una comunidad de quinientas familias campesinas libres hubiera sido más feliz que un ejército de cien mil familias campesinas bajo el poder de un jefe guerrero. Pero solamente el imperio de un jefe guerrero podría haber creado capitales con templos y escuelas religiosas para estudiar el movimiento de las estrellas.

La agresión de la que los seres humanos somos capaces es ciertamente una condición previa para que las guerras tengan lugar, pero no es la causa fundamental. ¿Acaso eran los jóvenes de Austro-Hungría más agresivos en 1914 que, digamos, en 1880? ¿O fue que el Káiser se hizo más agresivo en sus últimos años? A menudo la agresividad y el odio de un pueblo hacia sus vecinos debe ser animado para que la gente esté más dispuesta a ir a la guerra o dejar a sus hijos ir. A menudo también se tiene que refrenar la agresividad de los soldados. Y por otro lado, algunos seres humanos han sido entrenados para pertenecer a unidades especiales de luchadores natos, como por ejemplo los boinas verdes en Vietnam, una unidad del ejército moderno compuesto por hombres de primera línea que actuaban con disciplina y fiabilidad, dejándose llevar cuanto menos posible por sus emociones. La capacidad de los seres humanos para perseguir objetivos fríamente y para actuar sin pasión alguna es, quizás, todavía más peligrosa que la capacidad para la agresión. A pesar de la importancia de los esfuerzos pedagógicos para reducir la agresión, para promover el entendimiento entre las diferentes culturas, para enseñar la capacidad de resolver los conflictos personales pacíficamente, ninguna de estas medidas pueden por sí solas eliminar las causas de la guerra. La economía de mercado que en la actualidad dirige las relaciones humanas sobre nuestro planeta tiene como objetivo, como ninguna otra estructura social antes tuvo, producir cada día más bienes que requieran menos trabajo, así como invertir los excedentes inmediatamente en incrementar la producción y la productividad. Esto no sólo nos conduce al momento en el que el planeta estará pronto alcanzando el límite de lo que puede aguantar ecológicamente hablando, sino que también a las raíces de las nuevas guerras. Se dice que las guerras del futuro se llevarán a cabo por la obtención de los cada días más escasos recursos, como por ejemplo el agua. Esto es concebible. Pero de la misma manera, es concebible que las guerras del futuro se lleven a cabo entre los bloques gigantes de multinacionales económicas y tengan como objetivo quién vende qué a quién.

Para evitar futuras guerras, los seis billones de seres humanos, que pronto serán siete u ocho billones, tendrán que ponerse de acuerdo en adoptar nuevas estructuras económicas y sociales. Solamente cuando ellos sepan algo de los otros y puedan actuar considerando al otro, entonces, podrán evitar el creciente peligro de perjudicar a todos producido por la búsqueda de las ventajas personales. No tiene sentido seguir hablando de aumentar constantemente la productividad, producir cada día más bienes con el menos trabajo posible; el intercambio de bienes comerciales no debería estar más en la base de cualquier intercambio humano. El hecho que las cosas se pueden producir cada día con menos esfuerzo laboral no debería llevarnos a producir más, sino que debería llevarnos a usar ese tiempo libre intercambiando servicios entre todos: arte, ocio, atención, salud, educación, investigación, deportes, filosofía ....

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